El salmo de este domingo nos pone ante el amor del Señor: “Compasivo y misericordioso, que perdona y no nos trata como merecen nuestros pecados”. Y el Evangelio anuncia la gran novedad del Reino: si Dios es compasivo, quiere que nos parezcamos a él y perdonemos a los que nos ofenden. Quiere que amemos como él ama, con total gratuidad. Quiere que tratemos a los demás como queremos ser tratados. Y quiere que perdonemos a los enemigos, porque el perdón atraviesa el amor.
Pero como perdonar es muy difícil, Jesús indica estos pasos: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian”. ¡Qué fuerte!, me dijeron unos jóvenes.
Sí, mas todos deberíamos comportarnos como queremos que se comporten con nosotros. Por eso, si deseamos que nos amen, amemos; si deseamos que nos perdonen, perdonemos. Esto, decirlo puede ser fácil, pero vivirlo resulta harto difícil, por lo que suelo aconsejar que se comience por la oración, ya que ella apacigua y prepara el ánimo.
“Orad por los que os injurian.” Porque si en la oración nos ponemos ante el Señor que perdona, sabernos perdonados es una fuerza que alienta el deseo de perdonar. Supliquemos entonces por las personas que nos cuesta perdonar. Después, dejemos que el Señor actúe en ellas y en nosotros. ”Bendecid a los que os maldicen”. La oración cuando es verdadera, prepara el ánimo para hablar bien de esa persona que nos ha herido. Hablar bien es bendecir, bene-dicere, decir bien del otro. Y si alcanzamos orar y decir bien de esa persona, ablandaremos el desamor que hay en nuestro corazón y nos prepararemos para hacer lo más difícil:
”Haced el bien a los que os odian”. Un paso terrible, ya que se trata no solo de no devolver el mal, sino de actuar en positivo y devolver bien por mal…
Por lo que, si al fin, con la ayuda de Dios hemos sido capaces de rezar, hablar bien y hacer el bien a nuestros enemigos, habremos transitado por la senda del equilibrio humano y cristiano, que es la del Señor y que él corona diciendo: “Amad a vuestros enemigos, porque si hacéis bien sólo a los que os hacen bien ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Lo vuestro es ser misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”.
Hasta aquí quería traernos Jesús: hasta la misericordia, porque solo así entramos en la órbita del amor de Dios. Y entonces, si contemplamos el amor, descubriremos que el amor explota hacia adentro y por eso Dios es Trinidad, comunión de Amor. Y a nosotros nos realiza como personas. Y el amor explota hacia afuera, y por eso Dios crea y conserva y deja que podamos dirigirnos a él como a un Padre. Un Padre que se hace un Tú que se entrega, perdona y salva, en Jesús, su Hijo. Un Padre que viene a nosotros con la fuerza de su Espíritu. El Espíritu que no habla de sí, sino de Cristo, el que ha venido para hacernos hijos de Dios, nuestro Padre. Qué locura de amor: Dios nos ha escogido para que amemos al estilo de Jesús; para que perdonemos como él nos perdona; y para que nos alimentemos con su palabra y su pan. ¡Qué suerte la nuestra!