Cuando, en la antigüedad, los libros eran un largo rollo de hojas de papiro pegadas por sus márgenes, en la encolada (kollon) en primer lugar (proto) se escribían los datos del contenido y las instrucciones de lectura. Y del griego pasó al latín la preposición “pro” como lo que está delante y a la vista.
Pero no hay protocolo que valga contra el autoengaño o la ocurrencia del que, no queriendo ver la mosca del contagio del ébola en su oreja, toma un avión en Tejas, o va a una peluquería en Madrid poniendo en riesgo a medio mundo. ¿No estaba a la vista (“pro”) que, a los primeros síntomas, en lugar de darle largas, debías salir pitando para tu hospital? ¿También lo que es de puro sentido común ha de estar protocolarizado?
Decir esto será poco delicado para con la persona voluntaria a la que, un fallo de protocolo (ahora sí) hospitalario, ha puesto en riesgo su vida; pero eso no implica que el hecho de que ocultara información sea falso. Y, uno, deseando fervientemente lo mejor a la enferma, no ve contradicción en lamentar que al Consejero de sanidad de Madrid le obliguen (y, lo peor, que él acepte) a decir digo donde dijo Diego. ¿Por qué ese empeño político (en su peor acepción) en mezclar las cosas? ¿Qué clase de dictadura es esa llamada “corrección política” que exige unanimidad en decir de lo que es, que no es?