En nuestra sociedad actual se ha instalado una idea popular que sugiere que el pensamiento positivo es la clave para la felicidad, la salud y el éxito personal. Esta visión, ampliamente promovida por libros de autoayuda y discursos motivacionales, defiende que todo depende de la actitud con la que enfrentamos la vida. Aunque esta idea puede tener efectos positivos en algunas personas, también puede ser peligrosa, especialmente cuando se convierte en una imposición y cuando no tiene en cuenta el entorno y circunstancias personales.
Desde la psicología, observamos con preocupación la positividad tóxica: la presión por mantener una actitud optimista a toda costa, incluso en momentos difíciles. Este enfoque niega el valor de las emociones desagradables, transmitiendo el mensaje de que sentirse mal es un fallo personal o una debilidad. Como psicólogo cognitivo-conductual, entiendo que esta narrativa es, a veces, perjudicial. Nos lleva a cuestionar y a invalidar nuestras propias experiencias internas. Si solo “debemos” sentirnos bien, dudamos de la legitimidad de nuestra tristeza, miedo o frustración, lo que nos aísla e impide buscar apoyo.
Las emociones desagradables cumplen funciones vitales: nos protegen, nos informan y nos movilizan. Ignorarlas o suprimirlas no las elimina; solo las intensifica y nos desconecta de nuestras necesidades reales. Muchas personas que intentan forzarse a pensar en positivo se sienten más solas y frustradas porque su experiencia interna no coincide con las expectativas impuestas. Esta incongruencia genera culpa, agravando el malestar.
Aceptar el malestar es fundamental para el bienestar. No es rendirse, sino validar lo que sentimos para poder procesarlo. A veces, estar triste, tener miedo o sentirse perdido es simplemente parte de la experiencia humana. Es en la aceptación de nuestra vulnerabilidad donde reside la verdadera fortaleza. Permitirnos sentir, sin juicio ni censura, abre la puerta a la autocompasión y nos permite abordar nuestras dificultades de manera más constructiva y genuina. No se trata de elegir entre ser feliz o estar mal, sino de integrar ambas dimensiones como parte de una vida plena. ¿Estamos dispuestos a abrazar esta complejidad emocional?