Dice el Evangelio que “se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”. Jesús se había creado en Galilea y puede que llevaran la intención de herir su sensibilidad y hacerle ver que las desgracias son un castigo divino, según se pensaba.
Por lo que viendo las intenciones de ellos, les dijo: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís todos pereceréis lo mismo”. Y recordó otras muertes inesperadas, ocurridas no a galileos sino a judíos. Tras lo que concluyó con la misma sentencia: “si no os convertís todos pereceréis lo mismo”. Si no os convertís. La cuaresma es tiempo de conversión, tiempo propicio para salir de nuestras mediocridades, miedos y religiosidades postizas.
Pero seguimos sin convertirnos. Somos, dice Jesús, como esa higuera que lleva tres años sin dar fruto y el dueño dice al encargado: “Córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?” Somos como esa higuera, pues no damos frutos de conversión. Pero el encargado intercedió: “Señor, déjala todavía un año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”. El encargado apela a la paciencia del dueño y a la capacidad de la higuera. Y el amo accede. Y se nos da un año, una cuaresma más, para que nos convirtamos. Pero ¿a qué hemos de convertirnos?
En la primera lectura se ha recordado la escena de Moisés ante la zarza. Moisés, atraído por el espectáculo de un fuego que arde sin consumirse, se dirige hacia él. Y desde la zarza le llega la voz de Dios: “No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que ocupas es terreno sagrado”. ¿A qué hemos de convertirnos? Toda conversión comienza descalzándonos de los pasos torcidos y egoístas que damos. Porque Dios quiere que nuestras obras sean cada vez más humanas, más parecidas a las de Jesús.
Mientras más queramos acercarnos a Dios, Él más nos remitirá a los hermanos. Más nos pedirá que ayudemos a su pueblo. Y Moisés aceptó el encargo y respondió: yo iré. Yo iré. He ahí el caminó que recorrió y manda recorrer Jesús, el único camino de Dios. Porque a Dios le duele la opresión del pueblo, de todos los pueblos y personas. Sobre todo le duele la sangre y el dolor de los pisoteados y desea que recorramos el camino de Moisés, que nos descalcemos y vayamos a liberar a los hermanos, ya que su camino pasa siempre por la senda de los que sufren.