viernes 26 abril 2024
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Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien…

Qué difícil es descubrir el sentido del sufrimiento. Yo no soy capaz de explicarlo. Ni tengo la presunción de intentar hacerlo en estas breves líneas. Es difícil entender lo que Jesús dijo: Bienaventurados los pobres… Bienaventurados los que lloran… Bienaventurados los que padecen persecución… Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien…

San Juan Pablo II nos dice: “No os parezca extraño que, al comienzo del tercer milenio, el Papa os indique una vez más la cruz como camino de vida y de auténtica felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa que sólo en la cruz de Cristo hay salvación”.

Y un himno de la Liturgia de las Horas reza: “Que cuando llegue el dolor / que yo sé que llegará / que no se me enturbie el amor / ni se me nuble la paz”. 

El sufrimiento no es un invento cristiano. La alternativa no es sufrir o no sufrir; llevar la cruz o no llevarla. La alternativa es llevarla con Cristo o llevarla sin Cristo. 

Quizá todos recordamos aquellas ocasiones de nuestra infancia en que estando enfermos tuvimos que guardar cama. Teníamos fiebre y esa sensación de malestar general que nos dejaba agotados. Nuestra madre nos llevaba a la cama, nos arropaba y cuidaba de nosotros. Nos daba una cena ligera y unas medicinas. Y después de arroparnos bien se sentaba a nuestro lado, dispuesta a velar nuestro sueño.

Antes de entrar en ese medio sueño, típico de cuando se tiene fiebre, vemos el rostro preocupado y cariñoso de nuestra madre que nos mira con inmenso cariño. Son las diez de la noche. Nos medio despertamos al cabo de unas horas, inquietos porque aún sentimos la fiebre. Y lo primero que vemos es el rostro de nuestra madre. Se le ve más cansada que la última vez y con unas incipientes ojeras. Durante la noche, cada vez que nos despertamos, siempre nos encontramos con su mirada, y la vemos más cansada.

Por fin llega la mañana. Nos despertamos con la sensación de que la fiebre ha remitido. Descubrimos una cara –la de nuestra madre– marcada por el sueño y el sufrimiento. Se nota que le ha “costado” estar ahí a nuestro lado, que esa noche ha “sufrido” y que lo “ha pasado mal”. Podría haberse ido a dormir con más comodidad a su cama. Y sin embargo ha querido “sufrir” con nosotros y por nosotros. Vemos la cara de sufrimiento de nuestra madre. Pero, sobre todo, lo que vemos es el amor que nos ha dado durante esa noche. 

Ella ha “sufrido”, pero está contenta, está feliz, porque ha amado. Porque nos ha amado. Y nosotros, junto a la preocupación por ese cansancio y ese sufrimiento –le decimos: “Mamá, vete ya a descansar”– descubrimos el amor tan inmenso que nos ha dado a manos llenas.
¿Por qué Dios hecho hombre, Jesucristo, ha querido sufrir por nosotros su Pasión y su Cruz?  Nos podía haber abierto las puertas del Cielo –que nosotros nos habíamos cerrado con el pecado– sin derramar una sola gota de su sangre. Pero quiso derramar hasta la última gota de esa Sangre y murió por nosotros.

Podemos juzgar y condenar a Dios por nuestros dolores y sufrimientos. Pero no podemos echarle en cara que no nos ama porque Él sufre con nosotros y por nosotros. Quizá nos olvidamos que ese sufrimiento y ese dolor que hay en el mundo y en nuestra vida no es culpa de Dios. Es precisamente culpa nuestra, de quienes acusamos a Dios, de quienes le juzgamos y le condenamos. La culpa es de nuestro egoísmo y de nuestra soberbia: de nuestros pecados.

Hace poco el Papa Francisco decía con gran fuerza: “No existe un cristianismo sin la Cruz y no existe una Cruz sin Jesucristo”. “Un cristiano que no sabe gloriarse en Cristo crucificado no ha entendido lo que significa ser cristiano”.
“No es un ornamento, que nosotros debemos poner siempre en las iglesias, sobre el altar, allí. No es un símbolo que nos distingue de los demás. La Cruz es el misterio, el misterio del amor de Dios”.
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