Tras el tiempo de Pascua y las fiestas de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, retomamos en este domingo el ritmo cotidiano del tiempo ordinario. Nuestra semana comienza en el primer día de la semana, en el domingo, día en el que celebramos la Resurrección del Señor. Y en la eucaristía que celebramos cada semana encontramos la fuente de nuestra vida cristiana.
La primera lectura, tomada del libro del Génesis, nos relata las consecuencias del primer pecado. La paz del Edén se rompe cuando el hombre y la mujer desobedecen a Dios, cuando comen del fruto del árbol prohibido. Las consecuencias de ese pecado no tardan en aparecer. Adán siente vergüenza de estar desnudo delante de Dios. El equilibrio original, el sueño de Dios, se rompe a causa de esa desobediencia del hombre y de la mujer, lo que en consecuencia hará que el dolor y el pecado se conviertan en compañeros de camino de toda la humanidad a lo largo de la historia.
Ahí podría haber terminado la historia sagrada si Dios nos hubiera dejado en manos de la decisión de nuestros primeros padres. Pero el Dios del amor no actúa así, siempre quiere abrir nuestra vida a la esperanza de un futuro mejor,a una vida donde Él tenga un importante papel.
Hacerlo de otra manera sería darle la razón a quienes defienden que no le importamos nada a Dios, que Él vive en el cielo por encima del bien y del mal. El que nos enviará a su hijo Jesucristo para traernos la salvación, nos demuestra, bien a las claras, que no es así, que todo lo que acontece en nuestra vida le interesa.
Aunque no siempre es fácil descubrirlo por nuestros propios medios. El propio Jesús, en su ministerio, intenta hacer presente el amor de Dios, aunque a veces el fruto que recoge es que le echen en cara lo que hace,que lo acusen de estar lejos de Dios, que lo hagan responsable de lo que el espíritu del mal introduce en la vida de los hombres y mujeres a través del pecado.
Incluso el rumor llega a su familia, que se presenta a buscarlo, que quiere llevárselo a su casa, pues no comprende muchas de sus palabras y de sus acciones. Parece que no anda en sus “cabales”, y lo mejor qué pueden hacer es llevarlo de vuelta a Nazaret, a casa de su madre.
Pero en su vida y en su testimonio, tenemos el mejor ejemplo de que el amor misericordioso de Dios es más fuerte que el dolor, que la muerte, y que el pecado. Incluso en las palabras que dedica a su familia, no debemos ver un mero reproche,sino una profunda enseñanza de fe: ¿Quién es mi familia?, dirá el maestro de Nazaret: Quien cumple la voluntad de Dios. Ni más ni menos.
A eso estamos convocados todos los miembros de la Iglesia: somos altavoces de ese Dios que tiene palabras de vida eterna. “Creí y por eso hablé”, nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de este domingo. Lo hacemos porque creemos en la resurrección del Señor. Desde esa verdad sabemos que todo es para nuestro bien, que el deseo de Dios es eliminar de nuestra vida todo lo que hay de egoísmo, de enemistad, de autosuficiencia, para abrirnos a ese amor de Dios que no defrauda nunca, cómo hace apenas un par de días celebrábamos en la fiesta del Sagrado Corazón.
Hagamos nuestra esta invitación: que nuestra vida sea reflejo concreto del amor de Dios en nosotros y para nuestros hermanos. Solo así seremos capaces de recorrer el camino de la vida por los senderos qué marca nuestro Dios, y de paso,podremos ir ayudando a nuestros hermanos a dejar atrás la vida de pecado, para que Dios nos haga crecer siempre en su gracia. Feliz día del Señor para todos, hermanos.