Dentro de la infinita letanía de inesperadas complicaciones que ha sufrido el edificio que nunca fue Museo de los Dólmenes, –ni tampoco ninguna otra cosa–, se encuentran las atípicamente abundantes lluvias que están entorpeciendo las obras de reestructuración que, en estos días, se están llevando a cabo. Como es sabido, se pretende eliminar el segundo nivel del edificio, reduciendo sensiblemente, de este modo, su altura, tratándose, sin género de dudas, de una solución de compromiso conveniada por las diversas y dispares partes implicadas, que, sin embargo, resulta obvio que no satisface completamente a ninguna de ellas.
Este ejercicio de reducción del impacto paisajístico de la edificación se caracteriza por estar guiado por la que, a mi entender, es la cualidad de más indeseable presencia en cualquier posicionamiento intelectual, –y, por ello, político–, que no es otra que la tibieza. Es una actuación sosa, apocada y descafeinada, que se limita a cumplir los múltiples requerimientos desde muchas direcciones impuestos, y que se encuentra muy por debajo de la contundencia que requiere la importancia del Conjunto Dolménico de Antequera, máxime tras su inclusión en la Lista de Patrimonio Mundial de la Unesco.
La actuación demuestra un evidente fracaso político –en el sentido verdadero de lo Político– debido a la incapacidad de nuestros responsables –quizá demasiado temerosos– para explicar a los ciudadanos la ineludible necesidad que existe de ordenar la demolición completa del edificio con mano firme, colocación de un polémico cascabel a un gato que a todos les parece demasiado feroz.
Los especialistas en patrimonio –como, por ejemplo, los políticos o los médicos-–somos pagados por resolver situaciones complejas, teniendo, en no pocas ocasiones, que optar por decisiones verdaderamente difíciles. El método para defender y conservar nuestro patrimonio no puede ser, en modo alguno, una receta siempre reproducible basada en una conservación indiscriminada o en una solución intermedia de compromiso: a veces requiere amputar o, incluso, extirpar elementos para vivificar el sistema general –solución dolorosa de tomar pero que, repito, hacerlo nos va en el sueldo–, siendo un escenario en el que, sin duda, lo menos conveniente es que la mano del cirujano tiemble.
El edificio original, proyectado hace 29 años, desde una concepción del entorno completamente diversa a la actual, tiene como mayor virtud su planta circular pues acentúa su carácter ajeno al paisaje donde se posa. Se trata de arquitectura de calidad pese a que, quizá debido a los delirios impuestos por la moda del momento, se empeñe en un uso excesivo del lenguaje neoplasticista totalmente impropio del lugar y en exhibir todo un catálogo de elementos dispares.
No obstante, el mayor problema que ha sufrido este edificio es que, al no haberse puesto nunca en uso –y por ello, nunca haber sido visitado, recorrido y disfrutado–, para la ciudadanía no ha sido más que una desconocida escultura inaccesible y no una obra de arquitectura, permaneciendo, de este modo, como una pieza lejana, extraña y misteriosa. Pese a haber sido ya condenada, a la estrafalaria rea nunca se le ha permitido ni defenderse ni explicarse –aunque fuese en su lengua extraña– y, desde luego, nunca la hemos entendido.
Lo realmente relevante es que la visión que de los Dólmenes teníamos hace tres décadas dista mucho de la actual. Pese a que este lapso de tiempo a ellos les suponga sólo un suspiro, la evolución experimentada en nuestra sensibilidad hacia el patrimonio, el paisaje y, sobre todo, el conocimiento profundo conseguido mediante la sapiente y laboriosa investigación han sido una lente potentísima para agudizar nuestra mirada y poder entender y apreciar más a nuestros ancestros. Estos monumentos megalíticos no son ya –sólo– enigmáticas construcciones de mérito constructivo rayano en lo inconcebible. Son, además, cristalizaciones de visiones paisajísticas cosmogónicas que atestiguan la profundidad espiritual inherente al ser humano. Cavidades que encierran y capturan en sí todo su entorno, del que nacen y al que se ligan.
Desde esa nueva visión, el edificio que nunca fue nada más que extraña escultura está, precisamente, donde no tiene que estar y distrae, totalmente, de aquello que debería explicitar. Si ya es una compleja tarea que la mirada contemporánea, para tratar de comprender a los ancestros, tenga que abstraerse y obviar al AVE, al Polígono Industrial y a la circunvalación, la empresa de eludir el enorme tholos –cargadito de elementos cual árbol de navidad neoplasticista– es, sencilla y físicamente, imposible.
No se trata, pues, de la belleza o fealdad del edificio, de su altura o del número de sus poco afortunados colgantes. El quid que hace del mamotreto un ser de insoportable presencia es que se sitúa, justamente, quebrando y distorsionando el lazo visual que, según la arqueología del paisaje, es el origen del milagro.
Ni el edificio fue un capricho, ni merece las críticas que se le han hecho: se situó donde las reglas de la buena praxis de aquel entonces lo sugerían. Pero, fruto de la investigación, nos hemos dado cuenta que sabíamos bastante poco del complejo organismo sobre el que interveníamos, sobreviniéndole a esta prótesis un rechazo total por parte del cuerpo que la acoge, tras tres décadas de presencia. La solución adoptada, sin embargo, es la de recortar la ortopédica pieza de una parte, taparla de otra y aceptarla por imperativo administrativo.
Casi treinta años después de idear un bienintencionado y correcto edificio –más o menos bonito–, la luz arrojada por eminentes sabios nos lo ilumina como un error. La torpeza es que, para evitar duras críticas, inteligentísimas sólo a toro pasado, no se va a actuar con sabiduría –pues de sabios es rectificar–sino como crueles médicos que actuarán estéticamente sobre un cuerpo extraño rechazado, prolongando la agonía, materializando un absurdo encarnizamiento terapéutico arquitectónico.
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