Sin exagerar, Antequera nació de pie. ¿Qué otra Ciudad puede decir: Tengo atrapada la esencia del vértigo, del laberinto cárstico, o la religión prehistórica; ahí están el Caminito del Rey, el Torcal, o la divinidad antropomorfa de La Peña, para confirmarlo. Ya no podrá decir lo mismo de La Vega; su defunción simbólica estaba cantada?
Pero ¿qué hay de nuestro paisaje prehistórico? ¿Qué le falta al complejo Menga-Viera para recuperar su valor universal excepcional? Pues sólo falta que le quiten lo que sobra. No quede piedra sobre piedra de su vértice gasolinero y del museíllo semisótano. Sólo los olivillos (todos), y ningún “algarrobico”.
Se puede citar a Kant sin pedantería en la seguridad de que no va a tener pelos en la lengua. El juicio estético –dice– supone un referente (“intuición ejemplar”) en torno a cuyo significado pueda darse un consenso (“esto sí que es un castillo, o un dolmen”). Pero no sólo; también se ha de compartir un respeto (eticidad), de manera tal que, por ejemplo, al trágala de mantener allí el museo –jibarizado y disimulado con arbolitos (“de flora autóctona” ¡Manda…!)– responda un clamor que advierta: “¡Eso no se hace!” o, “¡Eso no está bien!”
Pero no bastaría con que, avergonzados, levantaran la hipoteca museística que pesa sobre el ombligo de Menga. Ésta no llegará a ser el dolmen diez si no puede hacer valer su formidable estructura megalítica. Sólo mostraría su condición de símbolo ejemplar, en la línea en que la verdad era entendida por los griegos: como desvelamiento ¿Se imaginan una réplica de semejante mole pétrea en la nave del seudo Palacio de Congresos, reconvertido en Museo? ¿Se imaginan el escombro que daría de sí la demolición del mamotrético museo Menga-lítico? Bastaría para rellenar el parquin de lo que podría ser, Museo de los Dólmenes.
