Pese al esfuerzo titánico realizado en mi última columna, no lo he podido remediar esta vez: tengo que hablar de política. Lo siento. Aunque, quien dice hablar de política hoy en día, irremediablemente tiene que vincularlo con la corrupción que nos acosa casi las 24 horas en los medios de comunicación.
No hay día, y casi noche, en el que no nos despertemos con otra de esas noticias que alejan aún más a los ciudadanos de la clase política: un nuevo corrupto se ha estado llenando los bolsillos manejando su dinero de paraíso en paraíso y tiro porque me toca.
¿Qué los motiva a ello? ¿Un exceso de confianza en el cargo? ¿Quizá simplemente lucrarse de manera ilícita sintiéndose inmunes? Lamentablemente, el Gobierno de España apenas ha hecho movimientos en este aspecto, simplemente castigando a los que hacían el daño (o casi ni eso) y no atacando el problema desde dentro para evitar que sucedan nuevos casos.
Nada más hay que ver cuál ha sido la medida estrella de este ejecutivo contra la corrupción en nuestro país: cambiar de nombre el término de “imputado” para pasar a llamarse “investigado”. Impresionante. Un gran aplauso para su impulsor. Una medida, a todas luces innecesaria que apenas busca que aquel corrupto lo parezca menos a ojos de la Prensa y, de esta manera, de los ciudadanos. Sin embargo, pese al intento inútil de rebuscar palabras en la RAE, los casos siguen saliendo de manera constante, algo que cansa cada vez más.
No sólo cansa saber que se han lucrado con el dinero de todos, cansa ver cómo no reconocen los hechos para así evitar la tan a veces temida dimisión. A ellos, tan sólo nos queda invitarles a marcharse a sus casas. Es un ejercicio sano, confíen en mí, no pasa nada. Dimitan para que al menos nos quede la esperanza de saber que están arrepentidos. O que lo parece.
