Ya está aquí, la pesadilla de muchos ha llegado para quedarse, al menos cuatro años, después de una reñida campaña donde los candidatos se han dicho de todo. Hablo, cómo no, de las elecciones presidenciales por la Casa Blanca que se llevó esta semana el candidato republicano Donald Trump, ganando en numerosos estados frente a Hillary Clinton.
Su discurso racista, clasista y populista ha triunfado en un país que tenía que elegir entre lo malo y lo peor. Frente a Trump, Clinton, que quizá no ha sabido bajar al mundo de los humanos y ha sido vista como la representación de la clase política que se niega a escuchar a su pueblo. Triunfó el populismo que puede dar alas a otros partidos como el de Le Pen, en Francia.
Con la victoria del magnate americano queda clara la importancia que hay que dar al voto rural, ese que apenas salió reflejado a las encuestas. El de las personas más acusadas por la crisis y que viven sin esperanzas a que algo cambie. Probablemente ese cambio lo identifiquen con Trump, aunque realmente sea todo lo contrario. La demócrata Hillary no pudo con el republicano repudiado por los propios republicanos. Ganó él sólo, sin ayuda de nadie. Ni de cantantes ni de súper estrellas.
Lo más preocupante es que la mayoría de esos votos no sean en torno a las ideas de Trump, sino contra lo establecido. No hay que luchar contra un populismo que siempre ha existido, hay que luchar por mejorar lo que a día de hoy se ha construido con el esfuerzo de muchos.
Acerquemos la política a la gente, sin caer en la “vulgaridad trumptiana”. Hacer política es escuchar a la gente y hace tiempo que eso no ocurre. Por eso, seguiremos viendo el avance de ideas extremas y recetas mágicas que no existen. ¿Será demasiado tarde cuando nos demos cuenta?
