En no pocas ocasiones nos olvidamos de que la verdadera y propia vocación, tanto del conocimiento como de la cultura, es su transmisión, de manera que, del mismo modo que la realidad física requiere de luz que en ella se refleje para ser percibida, la cultura necesita ser compartida y comunicada para servir verdaderamente a su propósito.
La comunicación, pues, es luz del saber, tanto como el saber lo es de la existencia. Todo ciudadano comprometido –estoy convencido– y, por supuesto, todo intelectual, adora la comunicación del saber: Ese mágico momento en el que la cultura sublimemente bulle.
Tristísimos son, pues, los días que vivimos porque nos dejó un ardiente, fervoroso y convencido batallador que nunca flaqueó en su empeño de arrojar luz de saber desde su Sol particular. Con pasión de joven soldado, ataviado con su pluma –arma insustituible–, contó, narró, opinó y comunicó, en su campo de batalla, su noble Antequera. Arrojó arsenales de luz para que conociésemos y comprendiésemos, para que creciésemos y valorásemos. Luz guía irremplazable que se nos ha apagado.
El alma de este iluminado intelectual tuvo también siempre luz: La de su inquebrantable fe, hacia su Santa Eufemia o su Socorrilla. Luz pía que transmitió –una vez más– a miles de antequeranos. Hemos perdido a este luchador que iluminaba… y ya nos van quedando pocos faros. Pero su gran trabajo por nuestra ciudad queda. Es nuestra obligación darle luz para que nunca se pierda.
Antequera se oscurece por perder a su enorme e inquebrantable guerrero de luz.