Llegaron dos hombres de procedencia desconocida y nombres llamativos, tal vez porque aparecían escritos en unas cartelas que llenaban todo el bosque de piedra de la ciudad. Se situaron a ambos lados de una lujosa mesa rectangular. El mármol veteado de Carrara, pulido, brillaba con los primeros rayos de sol de un día, que a pesar de todo prometía oscuridad. Sostenida la superficie marmórea por cuatro patas en forma de león rampante. Leones de un solo ojo y una pata trasera que los levanta para desgarrar. Los hombres provistos de plumas de marca exclusiva detectan sobre la mesa dos carpetas llenas de escritos.
Papeles oficiales. Se miran entre sí pero no tiene nada que declarar. Asienten. Un viento gélido atraviesa sus trajes de corte impecable y hechos a medida. No sienten el aliento frío, ellos están concebidos de esa materia. Parece que el tiempo se ha detenido, pero nada más lejos de la realidad. La tinta mana negra de sus estilográficas. Firma tras firma. Desahucios, robos, malversaciones, engaños, hambre, soledad, abandono.
Los folios no parecen terminar, la tinta tampoco. No les tiembla el pulso. Las bocamangas de las chaquetas de los hombres apenas rozan la realidad de lo que están haciendo, porque mienten por encima de todo. Se sienten muy superiores y juegan a ser dioses cuando solo son políticos. De repente cambia la coloración del día, las flores de las jacarandas exiliadas vuelven con valentía y lo llenan todo de morado oleoso. De repente una marea humana se acerca hasta allí. Los hombres firmantes, levantan la mirada asombrados de la interrupción del pueblo. El pueblo soberano agita urnas y pide justicia y verdad ante tanta corrupción. Los hombres sienten un poco de sudor del pueblo y esto les molesta, les incomoda. No quieren mezclarse con el gentío. Yo soy el pueblo y sueño cada día con una verdad que no llega.
