Tuve un director, por llamarlo de alguna manera, que le encantaba oír cómo defendía las causas perdidas de la educación. Yo siempre en la vanguardia notable de las técnicas educativas llenas de creatividad y conocimiento puntero avalados por premios de investigación, pues bien me enteré aquel curso, para mí sorpresa, que el director, convocaba las reuniones del claustro para verme defender estas avaladas experiencias como si me fuera la vida en ello, frente al resto de mis compañeros inmovilistas la mayoría de ellos, asunto que respetaba esperando que entendieran mis argumentos.
Evidentemente cuando me gruñeron que aquellas encarnizadas defensas de una educación actualizada, que mejoraba el entendimiento de alumnos en un programa de integración de los más desfavorecidos en la misma, suscitaba un divertido espectáculo para ese señor y sus secuaces, me quedé atónita, pero luego reaccioné de una manera insólita. En la siguiente reunión convocada a tal efecto por el señor director, enmudecí. Me arrebujé en mi abrigo de paño celeste y me dedique a escuchar a otros y sus provocaciones.
Me lo pasé en grande, especialmente cuando en un momento determinado el director me preguntó angustiado por el fracaso de su show, si no tenía nada que opinar. Pues no, dije, tengo fiebre, añadí y seguí callada.
Esto me ha venido a la memoria porque que ha sucedido hoy me lo ha recordado. Pero yo había hecho hace unos años un master en vida y gentes, aprendí mucho de él y desde luego, siendo activa y participativa, pongo en práctica todo el entrenamiento que adquirí, sólo que ahora está mejorado y perfeccionado. En otro orden de cosas, asistí ayer a la presentación en el Ateneo de la novela de una buena amiga mía, María Jesús Mingod, titulado “Los zapatos más feos del mundo”. Ella es profesora de la Complutense de Madrid. Os recomiendo su lectura esta llena de sentimientos bellos y de palabras trisílabas.
