Muchas son las veces que personalmente comparo la celebración de la eucaristía dominical con la invitación que los padres hacen a los hijos para que acudan a su casa para comer. Se reúnen en torno a una mesa, pero no solo es el motivo de la comida lo que les reúne.
Además de comer, charlan, disfrutan y se demuestran el amor en torno a la comida y la mesa. Es el amor de los padres a sus hijos quienes hacen posible el encuentro. Eso precisamente es lo que hace Dios con nosotros semana tras semana.
Hoy en el evangelio, Jesús nos explica con parábola cómo Dios nos invita a su reino.La iniciativa parte siempre de Dios: es él quien busca al hombre. El mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión. Quiere sentarnos a su mesa.
Pero, ¿qué sucede? Que muchas veces no tenemos tiempo para Dios. Nos convida incesantemente, pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son excusas para no acudir a su llamada.
Porque una llamada pide dar un sí, pide tiempo, dedicación… Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, y despreciamos a sus enviados.Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.
En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su llamada.
Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan el poder: “fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso les cierra el corazón y deja a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que hacer.
Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? Los cristianos acudimos cada domingo a la mesa del Señor: la eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el reino del cielo ganado.
El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para participar en su fiesta.
Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en Dios.
Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos porque nuestras iglesias se vacían cada día más, pero no damos un paso para anunciar a Dios fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra.