La tarde del 30 de noviembre del 2019, acudí a la cita con las Hermanas Franciscanas. El lugar: Colegio de la Inmaculada donde todo estaba preparado para iniciar los festejos por su Centenario. El salón de actos a rebosar, tanto, que se tuvieron que dejar abiertas las puertas de acceso para que el público, que llenaba la galería, pudiese seguir la ceremonia de apertura presidida, como la ocasión lo requería, por la Madre General y el Consejo.
Y hay que reconocer que las monjas hicieron un trabajo, precioso y perfecto. La puesta en escena se vivió con verdadero entusiasmo con tres principales protagonistas, evocando otros tiempos, sin soltar, ni un solo instante, el hilo conductor por el que se movían con mucha seguridad, enormes ilusiones y sobrada responsabilidad. Características que acompañan al Colegio, desde sus primeros inicios. Y siendo una certeza que todo lo dejan en manos de Dios, el esfuerzo, continúo y constante, por el que llevan a cabo su misión, es una garantía de éxito.
A la tarde, siguió la noche, y la música cerró la apertura dejando escapar sus primeros compases que auguraban un intenso año de entusiasmo entorno al Centenario. Nadie podía imaginar que estas notas que traían la esperanza de comenzar a disfrutar una celebración muy especial, portaban también un mensaje de despedida.
La posibilidad de reunir a muchas generaciones de alumnos, que el trabajo y lugar de origen, separó hace tantísimos años, era un sueño que se iba a ver materializado el pasado 25 de abril. Una enorme alegría por ver a quienes, en otras épocas, formaban parte de nuestra vida. Una manera de reencontrarnos con la juventud que se fue olvidando con el tiempo y que nos hace felices recordarla. Y, sobre todo, el inmenso cariño que le profesamos a las Hermanas Franciscanas y su gran labor. El Centenario no se ha cerrado en silencio, está en reposo hasta que llegue el momento de reanudarlo. Y, qué duda cabe, será mucho mejor.
