Cito estas palabras de Antonio Gramsci: “Odio a los indiferentes. Creo, (…), que “vivir significa tomar partido”. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida”.
Como siempre, la ciudad, en su dimensión física, aparece en los textos de los pensadores como el elemento que al hombre lo caracteriza como ciudadano: no se puede ser extraño a la ciudad. Es un mantra que nos repiten a los arquitectos: hay que construir buenas ciudades porque en ellas es donde se forjan los ciudadanos. Así de poderosa es la forma, el orden, la distancia, porque son los configuradores de la ciudad. Tan sencillo en su exposición y tan complejo en su entendimiento profundo si lo alejamos de lo poético o cultural.
Sin embargo, ahora parece que entiendo la realidad de esta idea, –en sentido contrario, eso sí–, ya que, paseando por nuestra ciudad, –entiendo que como por cualquier otra–, en estos días, la situación de las personas, las distancias o el orden que seguimos –no en edificios o elementos, pero orden y distancias al fin y al cabo–, son los que nos significan, en la mayor parte de los casos, como poco ciudadanos.
Falta de respeto ante la precaución de separación física, actitudes de pasotismo incomprensibles, relajación en uso de mascarilla, de aglomeraciones de amigos en la calle. El espacio, la distancia, la situación, el orden… son los caracterizantes de que, como seres humanos, su falta de respeto nos caracteriza como poco humanos, poco ciudadanos.
Esa indiferencia ante el sufrimiento padecido y el que nos queda por padecer, como decía Gramsci, es apatía, parasitismo, cobardía. No es vida. Ni urbanidad. Ni ciudad.
