Os puedo asegurar que las librerías que tengo en mi casa las tengo atiborradas, llenas de libros. La mayoría los he leído, otros esperan su turno o simplemente descansan acomodándose a su nueva vida en espacios queridos. Que a alguien no le guste leer me parecerá siempre una pena, no por la falta de cultura que esto podría significar sino por lo que se pierde esa criatura. Influencers que dicen burradas para estar en la cresta de la ola. Pues vale. Que no leen porque no lo necesitan, según ella, pues nada a seguir siendo un “gurú del vacío”.
Estilos de vida que no aportan nada, solo centrados en el consumo, la fama, si a esto se les puede llamar fama, éxito rápido, estética. ¿Visión distorsionada de la realidad? Puede ser. Y, ¿qué te trasmiten? ¿qué te cuentan? Contenido sin sustancia, nada de pensamiento crítico, lo que afecta desde luego a sus seguidores. Muchos, los más jóvenes no saben distinguir entre información veraz y falsa. La educación en redes sociales no ha avanzado al mismo ritmo que su uso. Eso los convierte y eso que son “nativos digitales”, en dianas perfectas para la desinformación. Claro que hay influencers que leen, pero el marketing se carga muchas veces la naturalidad de este gesto.
Convertirme en una “influencer” promotora de lectura y de libros fue mi principal idea cuando me hice profe. La premisa era sencilla, quería que los alumnos disfrutaran de un libro como yo lo hacía. Cuando comencé a escribir me guió la necesidad de crear mis propias historias. Así que cuando comprobé de primera mano como disfrutaba el personal de ellas, me pareció tan mágico que seguí ampliando este refugio emocional, este ritual intimo, esa llave que abre la curiosidad infinita. Tal vez con un libro podamos abrir la puerta de la oscuridad de algunas mentes obtusas.
