Imagínese a un niño de tres o cuatro años, que va a la playa por primera vez, allí plantado con los brazos abiertos, sin parar de decir: «¡el maaar, graaande, azuuul!». Sólo uno tan chico le da sentido a la palabra «GRANDE», a la vez que algo infinitamente importante se abre paso en su mollera: el sentido de la admiración. Cultivar éste es educar su mirada mental según el lema de nuestro escudo: ¡PLUS ULTRA!, ¡Más Allá! Porque ese PLUS que se aprende a desear ver, estará siempre detrás del horizonte inmediato.
Padres y maestros tendrían que ser expertos en signos de admiración y, en lugar de mantener al niño en el terreno de lo consabido, problematizar lo que parece obvio. Porque «de la admiración nace el pensamiento» decían los clásicos; y, Aristóteles, maestro de maestros, mantuvo siempre esa tensión admirada que no se satisface sino llevando la búsqueda a los porqués últimos. Así, ante la más elemental forma de vida, veía siempre un sistema ordenado a sus propios fines, y una manifestación de la belleza. Y esta gente, cuando decían «belleza», decían Belleza; es decir, lo divino. Y no tenían pudor en dejarse llevar por el entusiasmo, pues esta palabra significa estar tocado por los dioses.
La Ciencia moderna se prohibió hacerse preguntas a las que no cupiera dar una respuesta… según el método científico. Pero la llamada «corrección política» remachó el clavo –por motivos estrictamente ideológicos– proscribiendo admiración y entusiasmo. Mas ¿qué harían Platón, Aristóteles, San Agustín, San Francisco de Asís o Newton, ante las fotos del telescopio Hubble que me acaban de enviar? ¿Qué dirían ante esas nebulosas, a millones de años luz, derroche fastuoso de belleza? Caerían de rodillas delante de la pantalla exclamando como niños: «¡DIOOOS, GRAAANDE!».
