Tomar el pulso a la vida y capear el temporal con un mínimo de aceptación y destreza, se convierte, con el paso de los años, en un ejercicio de equilibrio mental donde podemos aplicar todos los calificativos inimaginables; todos, excepto el de rutina. Es verdad que la vida tiene mucha fuerza, pero también que el dolor siempre nos sorprende, igual que las malas noticias, los fracasos, el sufrimiento propio y ajeno, y la sensación angustiosa, en determinados momentos de que somos demasiado vulnerables, que estamos de paso a merced o capricho de unas circunstancias que no controlamos. Y eso es precisamente lo que nos descontrola, que los acontecimientos no sucedan con el orden que previamente hemos establecido y aceptado. Cada día se presenta distinto, aunque en apariencia nuestros hábitos, medianamente ordenados, nos igualen. Y ese matiz puede tener un largo recorrido, desde una aparente normalidad, hasta una emoción, un motivo de felicidad, o bien, una mala noticia que si directamente no nos afecta, nos entristece porque hace fuerte mella en gente que conocemos y queremos.
No hay nada que genere más empatía que el sufrimiento. Nos unimos y sobrecogemos más en el dolor que en la alegría, quizás porque presumimos que ésta debe estar cerca y no la tenemos bien valorada. Nos quejamos demasiado y desaprovechamos valiosos instantes que por alguno de ellos valdría la pena vivir. Cuando nos enteramos de una muerte prematura, se nos pone ante los ojos con firmeza la fragilidad de la que estamos hechos y nos replantea, aunque sean segundos, nuestra existencia. Entonces nos rebelamos sin éxito, si no es posible llevar la vida que nos gustaría, aceptar con firmeza y dignidad la que nos toque en suerte es lo mejor que podemos ofrecer, sabiendo que se verá salpicada por situaciones muy crueles. ¡El diseño del mapa de la vida ofrece tantas incógnitas que nadie es capaz de resolver…!
