En una sección con ese título, los lectores de una revista local manifestaban sus preferencias por uno u otro rincón de Antequera. Pero lo bueno de esta Ciudad es que su oferta de bellísimos rincones dista mucho de estar completa. Algún día los antequeranos apreciarán el mirador del Cerro de la Cruz, o las vistas desde el Cerro de S. Cristóbal. Muchos frecuentan ya el camino de las Arquillas y La Magdalena, y sueñan con llevar a sus nietos al Caminito del Rey, la excursión inolvidable de su juventud. Todo se andará, esperemos (¡esperamos!), como también que se replantee (para empezar, que se replante) la joyita poética del Jardín de la Alhajuela.
Lo que está al caer, sin prisa pero sin pausa, es la incorporación de Menga y Viera al paseante antequerano. De hecho, ya puede usted darse un paseo por aquellos caminitos o sentarse con un libro en un banco a la sombra. ¡Cinco mil años le contemplan!, como decían de las pirámides de Egipto; pero (por increíble que parezca) ¡esto es nuestro!
Y de «esto» (Menga) se habló en el reciente Congreso de Prehistoria repitiendo palabras admiradas de ilustres viajeros del siglo XIX: «el más bello y perfecto de los dólmenes», «el más grande y gigantesco del mundo», «el más emblemático y grandioso». Tan excepcional que merece (¡qué menos!) que el recinto dolménico se extienda entre la ronda y la Cuesta de los Patos, incorporando el Cerro Marimacho y un olivarito que queda próximo al edificio de Manuel Salado. Cuando éste quede demolido (¡rectificar es de sabios!) ningún obstáculo impedirá la contemplación y el paseo. ¡Qué espacio para Antequera! («…y para la Ciencia», me corrigió la arqueóloga responsable)
¿Y para la economía local? ¿Se imaginan los hosteleros, Menga, Torcal y Caminito del Rey a pleno rendimiento? ¿Se lo imaginan los políticos? Esperemos. ¡Esperamos!
