Seguro que la mayoría de ustedes recordarán aquellas escenas escalofriantes de la película “Los Diez Mandamientos”, en las que los hebreos, a las órdenes de Aarón –y aprovechando la ausencia de Moisés– idolatraban al Becerro de Oro.
Aunque el símil parezca increíble, exagerado y, sin duda, anacrónico, cada fin de semana vuelven a mi memoria estas escenas, dada la situación que estamos padeciendo en La Calzada y zonas próximas a ella; como es el caso de Calle Barrero, otrora tan pacífica –donde se encuentra mi casa–.
Es cierto que hoy el Becerro no tiene cuerpo, no es algo tangible: pero está bien representado por los gritos –más que gritos, berridos– de montones de adolescentes de ambos sexos, que, aparte de su “aburrimiento vital”, unido a la más absoluta falta de educación y civismo, nos dejan perplejos ante sus deseos de escandalizar, y su desfachatez.
Además, llevamos varias semanas en las que los viernes, desde el anochecer hasta la madrugada, –problema añadido a los múltiples que ya teníamos, – se están organizando unas fiestas, para jolgorio de la juventud.
No pondría la menor objeción a ello, siempre que esas diversiones tuvieran lugar de puertas adentro, en el mismo local que las promueve, sin que sus insufribles ecos repercutieran en las calles de alrededor, donde los vecinos nos encontramos al borde del colapso.
Son horas terribles, inauditas, esperpénticas… Es casi un espectáculo dantesco: Docenas de jóvenes, de los que algunos apenas acaban de despertar a la pubertad, se adueñan de los escalones de acceso a nuestras viviendas, y el resto permanecen tirados en el suelo, hacinados…
Mientras tanto, vociferan a grito pelado; cantan canciones a pleno pulmón, aplauden a no sabemos qué, sin ton ni son; a veces, llevan bebidas alcohólicas dentro de unas bolsas, que, ya consumidas, esconden de nuevo; estrellan botellas de cristal contra las fachadas de las casas; dan fortísimas patadas, que provocan enormes desconchones; lanzan risotadas -sin sentir la más mínima alegría- a voz en grito. Parece que lo único que pretenden, en lugar de divertirse, es fastidiar al prójimo.
(Por cierto, ¿no sería de urgente necesidad que estos adolescentes recibieran unas charlas –o, al menos, unos consejos– para acostumbrarles a hablar en un tono normal, sin dar constantes alaridos…?)
Para colmo, cada vez que la necesidad les apremia, en lugar de hacerlo en el sitio adecuado para tales menesteres, vierten –sin el menor pudor– los líquidos resultantes de su elevado consumo de bebidas en plena vía pública, convirtiendo las calles afectadas en estercoleros.
Los niños pequeños, los enfermos y, sin duda, los viejos, entre los que –qué le vamos a hacer– me encuentro yo, somos los más perjudicados, los más vulnerables. En mi caso concreto, padezco de hipertensión sistólica. Cada fin de semana mi tensión arterial se dispara, ante el griterío de los cientos de vándalos que pululan por estas calles, en pleno Casco Antiguo, en el mismo centro de Antequera.
Si alguien cree que exagero, le invito a venir a mi casa cualquier noche de “diversión juvenil”, para contemplar el espectáculo, en vivo y en directo. O, simplemente, le aconsejo que se dé una vuelta por estas calles a las horas de máxima ebullición. Podrá comprobar “in situ” que me quedo corto. Siempre, claro está, que estos eventos continúen.
(A propósito, quiero hacer constar desde aquí mi agradecimiento a la Policía Local, que está haciendo por nosotros, los perjudicados vecinos, todo lo que puede. Pero que, en ciertos aspectos, se encuentra inerme).
…Tenemos que hacer algo para intentar evitar esta situación. No nos podemos quedar así: aguardando, cruzados de brazos, a que unas noches pavorosas, en las que no nos es permitido ni conciliar el sueño, nos vayan matando poco a poco…
Mientras me quede un hilo de voz, no puedo ni debo callar. Aunque nadie me escuche.
Sí, lo repito: Una especie de Becerro de Oro, enloquecido y furioso, –y, al parecer, incontrolable– ha invadido nuestro tiempo, nuestras calles y nuestro derecho al descanso. Como si Aarón, resucitado, lo hubiera vuelto a traer, después de tantos siglos, hasta el mismo corazón de la Ciudad.
Y ha venido a hacerlo, lógicamente, a la zona más castigada, más sufrida… y más ruidosa de Antequera.
JOAQUÍN VERGARA PALOMINO