Tras el período de la “Transición”, España necesitaba una norma por la que conducirse, que contara con el consenso de la mayoría de los partidos con representación parlamentaria. Ese espíritu se manifestó en dos aspectos fundamentales: por un lado, la pluralidad de ideologías que redactó el borrador de la Constitución (Miguel Herrero, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros, de la UCD; Gregorio Peces-Barba, del PSOE; Jordi Solé, del PCE; Manuel Fraga, de AP, y Miquel Roca, de la Minoría Catalana) y por otro lado, en el referéndum que se celebró el 6 de diciembre de 1978, en que los españoles ratificaron aquella Constitución con el 87,7 por ciento de los votos favorables.
Esa mayoría apabullante implicaba que los españoles nos obligábamos a cumplirla, a tenerla como norma por la que se conduciría la vida española. Y nos ha ido muy bien, pero en los últimos años, quienes no se conforma con lo que tienen, quienes olvidan otras Comunidades, quienes prefieren, otra constitución del Reino, no tienen más ocurrencia que hablar de Independencias, de Federalismo, y cosas por el estilo, que es lo que les conviene a ellos, olvidando, por ejemplo que, como se recoge en los Artículos 1 y 2 del Preámbulo, “la soberanía nacional reside en el pueblo español”, (es decir, en TODOS los españoles y no sólo en algunos); que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” y, destacamos, “que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.