viernes 19 abril 2024
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“Cuando las calles se convierten en fríos témpanos solitarios, cuando las ventanas hablan de cinismo  y las noticias no cambian de registro binario y machacón me refugio en donde nadie pueda encontrarme”. Esto fue lo que un día me contó la mujer de los pelos lacios recogidos en un moño que re rebelaba  a ser peinado porque en su fuero interno deseaba ser melena al viento.  Entonces se cogió de la mano ella misma sin más y se volvió invisible en aquella maciza construcción  renacentista. La puerta  se cerró de golpe sin manifestar un solo sonido. Todo estábamos dentro.  Un haz de luz inmenso ilumino repentinamente las estancias y las zonas de penumbra dejaron de existir. 

Pasillos larguísimos que parecían serpentear a capricho de las estanterías que se levantaban orgullosas  apoyadas en paredes encaladas de blanca cal  sin conservantes añadidos,  sin  brochazos perdidos en algún infortunio. Aquella mujer de nombre Evey profesión bibliotecaria, giró a la izquierda señalando mientras decía “aquí los libros de la historia del mundo”  y de repente, sin previo aviso, giró a la derecha para  susurrar que allí, por aquel valle sinuoso,  estaban  los  libros que nos han sido escritos porque el mundo aun no existía. 

Las  escaleras resultaban provocativas en el centro neurálgico de aquella arquitectura.  Subían  los escalones rodeados  de un pasamanos  de madera tallada  con pequeños  agujeros  dibujados por la carcoma en los que se podía adivinar un ascenso a los temas más   filosóficos  sin que Platón se encontrara entre ellos.  Libros y más libros aparecieron en brazos de aquella  extraña biblioteca y,  aquella mujer de aspecto divergente  explicaba con amor de madre todo lo que encontraba a su paso. 

Los asistentes a la visita  fuimos  deshojando el catálogo de las publicaciones más emblemáticas de aquella institución como si se tratase de una ciudad perdida en medio de otra ciudad.  Al final de una de las galerías terminó un recorrido brillante por  aquellas letras, por aquellos libros eternos encadenados  a los  anaqueles en los que el polvo no tenía cabida. Salimos. De  nuevo la calle con sus sonidos. 

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