No sé si usted lo nota, pero hay algo en el aire. Una inquietud sorda, una prisa que no lleva a ningún sitio. Como si todos estuviésemos esperando, sin decirlo, que algo importante se rompiera: la paz, la calma o esa seguridad que creíamos tener. Y, mientras tanto, seguimos corriendo. ¿A dónde? Nadie lo sabe. Así son las conversaciones de barra en estos días de apagones, trenes y papas.
Vivimos con el alma en la garganta y el pie en el acelerador. Todo va rápido: las noticias, las decisiones, las emociones… incluso los abrazos, esos que tanto alimentan el alma. Las redes sociales han terminado de instalar el vértigo: hay que reaccionar, opinar, aparentar. Se premia la rapidez, no la razón. Y eso, claro, nos agota.
Nos han hecho creer que vivir deprisa es vivir mejor. Que quien más corre, más logra. Pero detrás de esa urgencia constante suele esconderse una palabra sencilla y poderosa: miedo. Miedo a no estar, a no destacar, a no llegar a tiempo a una meta que ni siquiera hemos elegido.
Y mientras tanto, lo esencial se nos va quedando atrás, como una maleta olvidada en uno de esos adormecidos andenes antequeranos. Una vez más, en cada situación crítica vivida estos días, vuelve la misma sensación: los que mandan siguen a lo suyo, más preocupados por conservar el poder que por asumir responsabilidades o dar explicaciones por los errores —propios o ajenos—. Aferrados al cargo, sin convencer. Todo es inmediatez, cálculo y escapismo. Aportar soluciones de “paso corto y vista larga” parece hoy cosa de ingenuos, porque ya nadie se atreve a prometer que los errores se corrigen y, sobre todo, no se repiten.
Prisas, malditas prisas, que no hacen sino recordarnos la lucidez de Gregorio Marañón al escribir hace décadas: “En este siglo acabaremos con las enfermedades, pero nos matarán las prisas”. Y es que ralentizar no es rendirse. Es recuperar el sentido. Es preguntarse si el esfuerzo sostenido vale para seguir marcando el rumbo en esta sociedad donde muchos boomers ya enfilamos la cuesta abajo, llevándonos con nosotros nuestros procedimientos y ritmos.
Y que nadie se engañe: no es el más rápido, ni el más ruidoso ni el más altivo el que más tiene que decir. El árbol que más frutos da es el que más se inclina. Y así son también las personas verdaderamente grandes: las que ayudan sin presumir, las que sirven sin necesidad de aplauso. Porque los más humildes, en el fondo, son los más grandes. Y eso no va de generaciones, sino de talento y actitud. A esos los conocemos bien: nunca tienen prisa.
Uno, a esta edad y con esta profesión a cuestas, ya sabe que los buenos maestros nunca dejan de sentirse alumnos. Y que los mejores profesionales —los verdaderos artesanos— jamás pierden la mentalidad del aprendiz: esa pasión intacta del que aún se emociona. Porque hacer algo bien no basta si no se hace con alma.
No en vano, nuestro sabio refranero ya lo decía: “Rápido y bien, no siempre marchan juntos.” Y quizá, hoy más que nunca, el mayor acto de valentía consista simplemente en sentarse un momento, respirar… y atreverse a vivir más despacio. Siempre sintiendo el cercano amor de los nuestros. Sin prisas.