La realidad en la que vivimos nos habla desgraciadamente de un mal espíritu que va corrompiendo al hombre y a la sociedad. Espíritu del mal que lleva fácilmente a intereses puramente humanos, cómodos, individualistas y de descarte de las personas más vulnerables, pobres, enfermos, ancianos y privados de libertad. Ese virus que está llevado socialmente a la corrupción en las naciones y a las guerras como la que siguen adelante entre Israel y Palestina, Rusia y Ucrania. Y lo que más nos pesa es que es ese espíritu del mal lo están difundiendo violentamente los mismos medios de comunicación llevándonos a una sociedad de miedo y sin compromisos humanos ni cristianos.
Frente a esto, estamos celebrando Pentecostés. Esto significa que hay otro espíritu más fuerte de hacer el bien, de ayuda y solidaridad humana. Por ello Pentecostés es la fiesta de Espíritu de Dios que se derrama de un modo desbordante sobre los discípulos de Jesús.
El Espíritu Santo no es el gran desconocido, sino la fuerza de Dios que nos lleva a mantener la paciencia en estos momentos de cambios, crisis de época y de grandes tentaciones individualistas que nos alejan de Dios y de la Iglesia. El Espíritu Santo nos trae la alegría y la esperanza , para podernos entregarnos en amor a Dios y al prójimo.
Conozcamos e imaginémonos la escena de Pentecostés que va a transformar a unos pobres hombres cobardes, miedosos, sin mucho ánimo de llevar al mundo el Evangelio de Jesús en hombres valientes y decididos a anunciar la Buena Nueva de Jesús. Ciertamente los discípulos están aterrados por la ejecución de Jesús, se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero ya no está Jesús con ellos. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. No pueden escuchar sus palabras llenas de fuego. No pueden verlo bendiciendo con ternura a los desgraciados. Y se preguntan: ¿A quién seguirán ahora?.
Sigamos contemplando la escena metiéndonos en el miedo de aquellos discípulos de Jesús. Está anocheciendo en Jerusalén y también en el corazón de cada uno de ellos. Nadie los puede consolar de su tristeza. Poco a poco el miedo se va apoderando de todos, pero no tienen a Jesús para que fortalezca su ánimo. Lo único que les da seguridad es “cerrar las puertas”. Ya nadie piensa en salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Sin Jesús, se sienten muy tristes y solo se preguntan: ¿Cómo vamos a contagiar ahora su Buena Noticia?.
Frente a esta realidad el evangelista Juan describe de manera insuperable la transformación que se produce en los discípulos cuando Jesús, lleno de vida, se hace presente en medio de ellos. El Resucitado está de nuevo en el centro de la comunidad. Ahora todo ha cambiado. Con él todo es posible: liberarnos del miedo, abrir las puertas y poner en marcha la evangelización.
Finalmente recordemos que impulsados por el Espíritu Santo, estamos todos llamados a colaborar en el proyecto salvador que el Padre ha encomendado a Jesús. Necesitamos experimentar en nuestras comunidades parroquiales, educativas e instituciones religiosas “un nuevo inicio” a partir de la presencia viva de Jesús en medio de nosotros. Grabémonos en nuestros corazones que sólo Jesús ha de ocupar el centro de la Iglesia. Sólo él puede impulsar la comunión. Sólo el Espíritu de Jesús puede renovar nuestros corazones.
En medio de una sociedad materialista y superficial, que tanto descalifica y maltrata los valores del Espíritu, abramos nuestros corazones a través del silencio, la interioridad y la oración diaria al verdadero Espíritu de Dios que nos lleva a la plena felicidad humana y divina.