Triste panorama urbano es el que se vislumbra cuando, en la creación de la ciudad contemporánea, lo requerido y fundamental en las necesarias operaciones urbanísticas es su viabilidad económica, de modo que, la bondad, idoneidad, inteligencia o pertinencia que presenten se considera, en la exigencia de todos los implicados, mucho más secundarias, si no anecdóticas.
Una de las consecuencias de esta errónea praxis es la gestión urbana neoliberal basada en los convenios con entidades privadas como fundamental vía de financiación para la transformación de nuestras ciudades. Firmar convenios con el sector privado no sólo es una excelente opción sino, además, imprescindible. Pero para no perder de vista el bien general es necesario no rebasar ciertos límites que, cada vez más, parece que se desdibujan.
De un lado, es necesario que cada operación “conveniada” responda a lo previamente planeado dentro de una idea global de ciudad o, al menos, sea incardinable en ella: No podemos construir lo urbano –como en muchas ciudades muy cercanas se está intentando– como mera suma de acciones “conveniadas” deslavazadas, sin una idea fundamental que las vertebre.
Y de otro lado, no puede renunciarse nunca al carácter de público que es consustancial a todo espacio urbano y que, por supuesto, no es siempre lo deseable para los inversores privados, a quienes interesamos mucho más como consumidores que como ciudadanos. En la idoneidad de cualquier actuación urbana su viabilidad económica es lo menos relevante, aunque sea imprescindible.
