Hemos liquidado otras navidades y no diría yo que han sido de las mejores de mi vida. Una vez más se ha cumplido mi teoría de que las vísperas de cualquier acontecimiento siempre superan, y en esta ocasión con creces, a la realidad. Incluso la televisión, socorrido recurso en otras ocasiones, no ha podido ser más aburrida, insulsa y chabacana, privándonos del entusiasmo que una buena película –y si no buena, sí al menos de las que nos pellizcan en el alma– hace que se nos eleve el espíritu a cotas en que, de forma ilusa y con caducidad de un cuarto de hora, hacemos votos por repartir bondades y otros regalos que no se compran en el Corte Inglés.
Si de la cena de Nochebuena ya casi ni me acuerdo –bueno sí, puede considerarse un hito que no pusiéramos la tele– la fiesta de Nochevieja con los amigos fue para archivarla en el cajón donde guardamos aquellas cosas que ocupan los primeros puestos del ránking del aburrimiento. De modo que si los días más señalados discurrieron sin “fuegos artificiales”, es fácil imaginar que el resto del tiempo navideño lo sorteé entre mi sillón favorito soportando con ciertas dosis de estoicismo la deplorable programación televisiva, mis caminatas tratando de contrarrestar los excesos cometidos con las exquisiteces gastronómicas propias de estas fechas, y alguna que otra “entusiasta” incursión por el centro comercial cuyas suculentas ofertas tentaban a mi querida esposa.
Una tarde, sin embargo, harto ya de estar harto –como diría Serrat– me entró el ya clásico ataque de añoranza y me dio por recuperar una de esas pelis que, hace ya un montón de años, me hizo pasar un rato delicioso permitiéndome conocer entonces a quien más tarde descubrí como uno de mis directores de cine favoritos.
Se trata de “Qué verde era mi valle” de John Ford, quien tan inolvidables películas del “oeste” rodó en los escenarios naturales del espectacular Monument Valley, con Jhon Wayne -omnipresente en todas ellas- y un secundario acaso hoy algo olvidado, Víctor Mclaglen, que a la natural simpatía que irradiaba de su voluminoso cuerpo añadía unas excelentes dotes de actor que le valieron en 1935 un Oscar.
Ninguno de los dos, sin embargo, participaron en el reparto de la antes mencionada película con la que traté, creo que infructuosamente, de recuperar la magia que me envolvió la primera vez que la descubrí por televisión. Ford supo plasmar,con su habitual maestría y gran sensibilidad, los avatares de una humilde familia de trabajadores en una mina desde la perspectiva de las primeras ilusiones infantiles que la vida luego va desgarrando; si bien la película no ha envejecido bien desde mi punto de vista.
Pero el comienzo de la misma, cuando el chiquillo acompañado por su padre va dando un paseo sobre una colina en que los residuos de la mina aún no han estropeado el paisaje, me empujó inevitablemente -tal vez por la nostalgia acumulada por el peso de los años- a rememorar esos “otros verdes valles” de navidades lejanas en las que, aun con pocos recursos económicos, pasábamos unas vacaciones maravillosas que todavía hoy nos predisponen, de modo engañoso, a pensar que las vamos a revivir. Y todos sabemos que eso, lamentablemente, ya no es posible a pesar de la magia del cine.
JUAN LEIVA LEÓN