domingo 24 noviembre 2024
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Jubilación de un gran maestro

Se levantó aquella mañana algo más temprano que de costumbre; sin haber dormido bien por culpa de una cierta inquietud que, a pesar de tantos años de docencia, lo estaba atenazando más de lo esperado. Apenas sí había desayunado un descafeinado con una magdalena que dejó a medias, luego se tomó la pastilla de la tensión que andaría seguramente algo descontrolada. Aunque aún faltaba más de media hora para el comienzo de la primera clase, entró en el instituto regalando como siempre sus buenos días; pero esta vez sin detenerse y en un tono grave, raro en él, que poco se parecía al que usaba cada mañana saludando a sus compañeros y al conserje con la última anécdota que había oído por radio o leído en cualquier periódico.

Luego entró seguido en el aula donde poco después iba a impartir a sus alumnos de cuarto curso la que sería su última clase. Ni encendió la luz ni levantó la persiana, simplemente se sentó en la butaca del profesor, acodó sus brazos sobre la mesa y, sosteniéndose entre las manos la cabeza, se contagió de la carga emocional que en aquel escenario, tan familiar para él, le aguardaba entre un silencio propicio para rescatar imágenes de esas que a veces nos aprietan más de la cuenta.

Por su mente empezaron a desfilar cientos de recuerdos coleccionados a lo largo de cuarenta y cinco años entregados a la tarea docente, tan salpicada de esquinazos traicioneros algunas veces como llena de momentos gloriosos casi siempre. Y no pudo olvidarse de un niño al que, muchos años atrás, una mañana encontró sentado en el escalón de la vieja escuela de Smara (Sáhara), donde trabajó durante un par de cursos. Allí estaba aquel niño mal vestido y con agujeros en la suela de las sandalias, que tenía que recorrer un largo trayecto para acudir a su cita diaria con un joven maestro que le estaba entregando su afecto y enseñándole sueños, multiplicaciones y la alineación del Athlétic de Bilbao. Pero esa mañana, que ahora recordaba tan intensamente, aquel niño saharaui lo estaba esperando con un papel no muy limpio donde, con un esmero impropio de su edad, había dibujado el escudo del equipo vasco. Era para su querido maestro, don José. El sobresaliente que le puso tal vez no quedó reflejado en el expediente académico de aquel chiquillo, pero seguro que habrá sido uno de los más importantes y merecidos que dio a lo largo de su vida profesional.

Seguían discurriendo los minutos y, como si el mágico chorro de luz de un cinematógrafo proyectase sobre la pizarra de la clase una película de su vida, con una sonrisa delatora hizo también una parada en sus inolvidables trece y catorce años, cuando estudiar estaba al alcance de muy pocos y en la escuela de don Manuel Romero, bajo su batuta, pudo estudiar el bachillerato para examinarse por el turno libre en Antequera.

Sin duda fue don Manuel quien le metió en el cuerpo el gusanillo, y en el alma la ilusión, para orientar su vida y su actividad profesional por los intrincados caminos de la docencia. De modo claro pudo revivir nuevamente una de las interminables jornadas en aquella escuela que, además de servir para aprender a conjugar los verbos en subjuntivo o a resolver las ecuaciones de segundo grado, creó la complicidad necesaria para vivir muchos y grandes momentos de amistad con quienes hoy son sus mejores amigos. En una secuencia que parecía inagotable, asimismo se quedó absorto soñando desde imágenes en blanco y negro, en las que un emprendedor jovenzuelo daba sus primeros pasos como maestro, hasta otras mucho más recientes cuando, siendo ya licenciado en Historia, fue destinado a Villanueva de la Concepción y compaginó la absorbente función directiva con la reconfortante labor docente. Pero siempre sin perder ni una pizca de la ilusión con que supo aderezar sus clases, rebuscando anécdotas e incluso exagerando detalles para captar el interés de unos alumnos que, entre reinados, intrigas y batallas, de vez en cuando pedían una «tregua» que alguno aprovechaba para retarle a resolver un «comecocos» que había buscado en Internet.

Tan embebido estaba en sus recuerdos que no oyó el timbre que anunciaba el comienzo de la primera clase del día, y ni siquiera se percató de que alguien abrió repentinamente la puerta del aula. Aunque estaba medio a oscuras, una persiana averiada dejaba penetrar un fino rayo de luz que puso en evidencia unos ojos que brillaban de un modo muy especial. ¿Da usted su permiso don José? Era ya el primer alumno de aquélla que iba a ser su última clase. Fueron entrando uno tras otro y, en un extraño orden y desacostumbrado silencio, fueron acomodándose en sus asientos. Como quiera que él, por culpa del pellizco que sentía, no se veía con fuerzas para empezar la clase, un alumno se levantó y le preguntó por el título del libro que habrían de leerse durante las vacaciones -hábito que les había inculcado- para comentarlo en clase al comienzo del próximo curso. Sin permitir que la emoción lo derrumbara por completo, mantuvo el tipo como pudo y les comunicó que ya no habría un nuevo septiembre donde compartir con ellos la aventura que encierra un buen libro o la imaginaria visita a exóticos paisajes que seguramente nunca llegarían a pisar; pero sí les aseguró que, para exponerlo con

orgullo en los estantes de su «almario», él ya había elegido y se llevaba un libro muy especial donde guardar, con tinta que no se borrará nunca, miles de recuerdos e imágenes por los que merece la pena dedicarse a este apasionante reto que es la enseñanza.

A José Antonio Arjona Leyva; luchador infatigable, buen Maestro, hincha del Athlétic y hombre de bien, con esa personalidad tan necesaria para ir por la vida con la cabeza alta y grandes dosis de optimismo. ¡Felicidades en tu jubilación!

JUAN LEIVA LEÓN

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