Con motivo de la innecesaria remodelación de la plaza de San Sebastián –hay muchas calles que necesitan un arreglo más inmediato y muchos socavones por tapar–, hemos podido observar cómo se ha restaurado el Arco del Nazareno, que da entrada a la Calle Nueva.
De la remodelación, siento disentir, porque, entre otras cosas, no hacía mucho que se había remodelado y, sobre todo, porque, como ya ha publicado mi amigo Juan campos Rodríguez, se ha perdido el eslabón necesario que existía entre el llamado “Casco histórico” de Antequera y la parte llana, más reciente históricamente. Ese eslabón, con su fuente renacentista, que ya estará harta de tantos traslados y desplazamientos, constituía una plaza única, muy antequerana, que tenía unos pocos siglos, como se suele decir, a sus espaldas y que atraía a muchos turistas que la visitaban tanto de aquí, como de otras partes de España o del mundo. Hoy el resultado es una plaza moderna, de las que se pueden contemplar en muchas ciudades del mundo, sobre todo en su parte moderna, y que no la identifican en nada con Antequera, con su pasado, con su historia ni con sus monumentos, por muy bonita que nos parezca ahora, que está recién terminada.
Como la crítica debe ser constructiva siempre, pondré un ejemplo de un arreglo de calle que debería tener prioridad por la cantidad de personas que pasamos por allí: La Alameda. Hoy, cuando redacto esto, lunes, cinco de marzo, llueve por Antequera y he podido comprobar cómo muchas personas parecía que se resbalaban con el agua estancada, porque no corre al no tener la inclinación necesaria, incrementada por el hecho de que las losas son de mármol, por lo tanto resbaladizas y por las muchas hojas caídas por el viento que ha hecho durante en estos días. Los que aún no han resbalado, es porque, por precaución, andan como patos mareados o como osos plantígrados apoyando todo el pie. Si se arreglase esa calle tan importante, creo que todos lo agradeceríamos más que por la remodelación de la Plaza de San Sebastián. Pero “Doctores tiene la Iglesia”, en este caso políticos, que sabrán lo que han querido conseguir con esta obra.
De lo segundo, de la restauración del Arco del Nazareno, tengo que decir que está en consonancia con lo ya habitual en Antequera de edificios de ladrillo visto que puso en valor el anterior alcalde, D. Jesús Romero, con el beneplácito de muchos y la crítica de otros, como ocurre siempre. La verdad que lavar la cara a un monumento nunca viene mal, pero tenemos que admitir que gustará a unos y desagradará a otros.
Todo este preámbulo viene a cuento porque, cuando hace ya unos añitos, concretamente en el año 1958, por encontrarse en ruinas el Arco del Nazareno hubo que restaurarse –y consta que se hizo fielmente–, a un buen antequerano se le ocurrió le feliz idea de reproducir en las páginas de este Semanario centenario, El Sol de Antequera, la leyenda que entre otros, recogió y publicó el escritor antequerano D. Trinidad de Rojas y que, antes, había recogido Barrero Baquerizo y romanceado la poetisa antequerana Victorina Sáez de Tejada.
Como sé que muchos no la conocen y otros la habrán olvidado, me he permitido la libertad de reproducir aquella versión, publicada por un antequerano anónimo y así actualizamos una de las leyendas más curiosas de nuestra Antequera, que nos recuerda un poco a D. Juan Tenorio y que, como todas las leyendas, puede tener algo de verdad y mucho de mito o al revés. Transcribo textualmente:
EL CABALLERO ENAMORADO Y LIVIANO
“Por los años de 1680 existía en esta ciudad un hidalgo, bastante conocido por su buena posición, y muy especialmente por la vida aventurera y poco edificante, que había llevado durante su mocedad. Llamábase don Luis de Zayas, y había dado alguna tregua a sus devaneos, casándose, pocos años antes, con doña Gregoria de Zayas y Rojas, pariente suya, joven, rica, hermosa y llena de virtudes.
Pero ni el cambio, de estado, ni los deberes del matrimonio de su bella esposa, pudieron apartarle cumplidamente de la senda por donde tanto tiempo había corrido. Asistía una mañana a la iglesia del Monasterio de la Encarnación, en los momentos en que tomaba en él el hábito de religiosidad una joven bellísima, aunque poco conocida en la población, por haber pasado en el convento los mejores años de su vida. Apenas contaba veinte de edad. Cerca de la reja del coro bajo, pudo, a través de ella, contemplar la hermosura de la novicia, y escuchar momentos después su voz vibrante y armoniosa que entonaba con extraña melodía el canto de la profesión.
Desde aquel instante don Luis no pensó en otra cosa que en la monja y en los medios de llegar hasta ella. Ignoramos lo que puso en juego; pero es lo cierto, que, algunos meses después, don Luis contaba ya con la voluntad y el cariño de la hermosa virgen; y, en una noche tormentosa del mes de Febrero se 1681, preparaba entusiasmado los medios de evasión, dispuesto ya el oculto retiro donde esconder del mundo, y sobre todo de la Justicia, el tesoro de que esperaba apoderarse.
Provisto de escala, convenido de antemano con su cómplice que lo esperase a media noche en el jardín del convento, y auxiliado de un criado de confianza, que, con los caballos ensillados, lo aguardaba en la afueras de la población, salió sigilosamente de su casa, engañando a su esposa con estudiados pretextos, y se dirigió agitado al Convento de la Encarnación.
Trepa, merced a la escala, a los muros del jardín, que registra ansioso con la vista y el oído; hace la señal convencida. Aguarda impaciente algunos instantes, pero nadie responde, nadie se presenta. Exaltada ya su imaginación, y no encontrando persona alguna, llega y empuja la puerta que da entrada a los claustros bajos del monasterio. Se aventura en ellos por medio de la oscuridad, abre, una tras otra, varias puertas que ceden sin dificultad al contacto de su mano; sube una estrecha escalera que desemboca en un largo corredor, a cuyo extremo divisa una tenue claridad. Como impelido de un vértigo, que oscurece su razón, se interna, sin vacilar en el largo corredor y llega al punto de donde emana la luz. Partía de una pequeña lámpara, suspendida delante de un nicho que ocupa una imagen de la Virgen María.
Quizás en aquel instante sintió don Luis algún remordimiento; pero la vista de una puerta entreabierta, inmediata al punto en que se hallaba, y un prolongado suspiro, que resonó dentro de aquella habitación, secaron, de repente, el germen de su tardío arrepentimiento. Empujó la puerta y se halló al punto dentro de una pequeña celda, en el momento en que sobre su pobre lecho, situado en un ángulo de ella, se incorporaba soñolienta la incitante hermosura, causa de aquella profanación.
Aquella mujer, a quien tanto importaba velar, había, caído, contra toda su voluntad y todos sus esfuerzo, en un sueño letárgico en los momentos mismos de la cita; causa por la que, con extraordinaria sorpresa suya, se encontraba, en aquel momento, en presencia del hombre que por su amor había penetrado hasta su celda, profanando el casto asilo de las esposas de Jesucristo.
Sin darse apenas cuenta de sus acciones, y dejándose llevar de su seductor, a quien importaba mucho verse fuera de aquellos lugares, salió trémula y vacilante de su celda; pero al pasar por delante de la santa imagen de María y dirigirle una triste mirada de despedida, vio seguramente algo extraño en los ojos de la imagen, sintió algo sobrenatural en su corazón, que detuvo sus pasos y la hizo caer de rodillas, desecha en lágrimas. Ni las súplicas del hombre por quien todo lo arrostraba, ni los esfuerzos que él mismo hacía para arrancarla de aquel paraje, eran bastante para moverla; pareciendo que una fuerza sobrenatural tenía sus rodillas clavadas al pavimento.
Don Luis se desesperaba; la monja, inmóvil, lloraba y gemía si tregua, con sus ojos fijos en la imagen de María. Los ecos de un canto religioso llegaron en aquel momento a los oídos de don Luis y la voz del órgano que acompañaba aquel cantar solemne en mitad de la noche, dominando los ruidos de la tormenta que rugía embravecida en los espacios, le hizo estremecer, anulando en un instante su bravura y cínica osadía.
Algunas sombras blancas y silenciosas, que cruzaron por el extremo del corredor, acabaron de llenarlo de sobresalto y abandonando de repente aquella mujer, que parecía convertida en estatua de piedra, corrió presuroso hacia el jardín, ganó la tapia y se lanzó a la calle, huyendo en completo desorden, como reo de muerte escapado de las gradas del cadalso.
Al cruzar la plaza, llamada hoy de San Sebastián, y llegar a la esquina de la calle Nueva, las fuerzas le faltaron y cayó desvanecido. En los mismos instantes, madrugadores rodeaban en la plaza a don Luis, que volvía lentamente de su letargo. Las religiosas de la Encarnación rodeaban al mismo tiempo a su compañera, que imploraba la misericordia divina con el llanto del arrepentimiento.
Conducido el hidalgo a su casa, y recobrada su razón entorpecida, llamó a su esposa, y a solas con ella hablóle de esta manera:
– Ya conoces tú la vida escandalosa de mi juventud. Interrumpida la cadena de desórdenes que había arrastrado en ella, desde el día de nuestro casamiento, traté de reanudarla en esta triste noche que acaba de pasar, arrebatando del claustro a una virgen del Señor. La Providencia, por medios incomprensibles, lo ha estorbado, llevando su misericordia hasta el extremo de abrir mis ojos a la luz y mi corazón al arrepentimiento. Cuando, frustrado mi plan, volvía agitado y medio loco a mi casa, parecióme ver delante de mí la imagen de Jesús, con la cruz sobre sus hombros, que me echaba en cara la enormidad de mi delito. No puedo explicarme lo que mi espíritu sintió en aquel momento, ni en las horas que he permanecido aletargado después; pero te aseguro que jamás este suceso se borrará de mi memoria, y que mi vida futura, si Dios me la concede, borrará los escándalos de mi vida pasada. Sólo me falta tu perdón, para entrar confiado por el nuevo camino que Dios ha abierto ante mis ojos.
La tierna y cariñosa esposa abrazó, deshecha en lágrimas, a su marido, otorgándole, llena de amor y abnegación, el perdón que le pedía. La desgraciada religiosa, víctima de la seducción y de la inexperiencia, hacía también, en los mismos instantes, delante de sus compañeras y superiora, una pública y humilde confesión de sus faltas.
En ambos fue sincero el arrepentimiento y los propósitos de nueva vida. Ambos dejaron un recuerdo indeleble de su delito y se expiación. Ella con la ejemplaridad de sus virtudes y la expresión continua de su dolor; él con la fundación de una memoria piadosa, para construir el arco, que aun subsiste, a la entrada de la calle Nueva, y colocar sobre él, alumbrada perpetuamente por seis luces, la imagen de Jesús, que hizo pintar en la misma forma de la aparición.
El caballero fue desde entonces modelo de piedad y caridad, y como penitencia, el caer la noche, vestido de toscas ropas de nazareno, se dedica a recorrer la ciudad, visitando a familias necesitadas y a pobres enfermos, para socorrerlos, y excitando a todos a orar ante el Señor del Dulce Nombre o Nazareno de la calle Nueva.
Murió pocos años después, y su esposa, para honrar más santamente su memoria, tomó el hábito de religiosa en el convento de Carmelitas Descalzas de esta ciudad el 8 de Octubre de 1699, profesando solemnemente un año después, a los 41 de edad y murió a los 69 el 6 de Octubre de 1728.
En este convento entre otras valiosas joyas aportadas por la nueva religiosa, se conserva la copia del cuadro colocado sobre el arco de la calle Nueva, donde aun brillan sin cesar las seis luces que conmemoran el misterioso suceso que acabamos de narrar.”
Curiosa e interesante leyenda que recordaremos cada vez que pasemos por la Plaza de San Sebastián.