En este nuevo artículo me propongo tratar algunos aspectos de la Semántica, la parte de la Gramática que se ocupa del significado de las palabras, de sus cambios de significado y de la desaparición de las mismas. Parto de un hecho reconocido por todos los lingüistas, como es la consideración de las palabras como seres vivos que nacen en un momento de nuestra historia lingüística, se desarrollan cuando creamos palabras derivadas o compuestas, es decir, crecen, y llegan a morir como cualquier ser vivo.
Hoy, concretamente, me ocuparé de “las palabras y las cosas” y demostraré cómo al desaparecer las cosas que designan las palabras, éstas mueren sin dejar huella en nuestra lengua, más allá de los registros de los diccionarios. Leyendo un artículo de Meyer-Lubke sobre los utensilios y procedimientos de trillar, me ha venido la idea de recopilar toda una serie de palabras que, hasta no hace mucho, se han utilizado en nuestros pueblos, cuando se segaba al calor del sol del verano, se barcinaba la mies a las eras y se trillaba en agosto. Toda una serie de palabras que hoy a nadie suenan, menos aún a los jóvenes, y que justifican el hecho, referido antes, de que al desaparecer la cosa designada por la palabra, ésta desaparece y llega a morir por desuso.
Con esto quiero demostrar que Vossler no llevaba razón cuando afirmaba que: “El léxico de un idioma desempeña un papel poco importante” y sí que, como afirma Gerhard Rohlfs: “La historia de las palabras nos ofrecen mejor que cualquiera otra materia la posibilidad de practicar investigaciones científicas basadas en cimientos culturales”. O, como afirmaba W. von Humboldt: “La lengua está profundamente ligada al desarrollo espiritual o material de la humanidad, al que acompaña en cada grado de avance o retroceso y cuyo correspondiente estado cultural se puede reconocer en ella”.
Me voy a permitir reconstruir una época de nuestro pasado, no tan lejano, que va desde principios de junio, hasta finales de agosto. El período de recolección de las cosechas del trigo o de la cebada. Entonces, las viviendas rurales estaban adaptadas para acoger en ella a los llamados animales domésticos. En cada casa, había una yunta de mulos o de caballos de labor, que necesitaban unos cuidados y atenciones diarias, más aún, cuando tenían que trillar o arar durante toda una larga jornada.
Muy de madrugada, en todos los meses del año, pero principalmente en verano, el campesino se levantaba, encendía la candela, o sea, la chimenea; en un cazo de mango largo, sobre unas trébedes, hacía el café, cuando era posible; la cebada en los más de los casos, o cualquier otro sucedáneo, como la achicoria, si la economía no daba para más. Despertaba al resto de la familia y se disponía a prepararlo todo para ir a la siega.
Tras dejar el corral en orden, es decir, después de haberle puesto comida a los cerdos, a los conejos, a las gallinas y haber ordeñado la cabra, sacaba de la cuadra a los mulos y se disponía a ponerle los aparejos. Es decir el “arreo necesario para montar, uncir o cargar los animales”. Atados a las rejas de una ventana, en la puerta de su casa, los mulos o caballos de carga y sacados los componentes de los aparejos, se disponía a aparejarlos. A partir de aquí, voy a utilizar una serie de palabras, ya desaparecidas, y que las escribiré en cursiva para que destaquen más.
Empieza colocando sobre los animales el albardón o albarda, sobre ellos el harmao alharma, luego el ataharre y la cincha. Una vez fijados los aparejos a los animales, se les ataban las angarillas y salían para el campo. Una vez allí, se le quitaban los aparejos a los animales, se les trababan las manos para que no se pudiesen ir lejos y se les dejaba sueltas y comiendo hasta la tarde.
Los campesinos, cogían la hoz, los dediles y se disponían a segar las mieses. Hacían manojos o garrones, que juntaban en haces, una vez terminada la siega, en unas angarillas se barcinaban y junto a la era en la que se iba a trillar, se amontonaban, en orden, formando garbera, desde la cual, el día que le tocaba la trilla, cada haz lo iban esparciendo por el redondez de la era para emparvar.
Se les colocaba el ubio o yugo a los animales, se les ataba al trillo y a dar vueltas hasta que se hubiese desprendido el trigo de las espigas. Mientras, cantaban alguna de las famosas coplas de trilla de las que trataremos en otro artículo. De vez en cuando, otro de los campesinos, con la horca, bieldo o bielgo le daba vueltas a la parva hasta comprobar que ya estaba todo trillado. Y a esperar el viento para poder aventar la parva.
Si el dios Eolo les era benigno, se aventaba pronto y se iba limpiando el pez de trigo que caía limpio por un lado, mientras por el otro se acumulaba la paja y las granzas, que no eran más que las espigas que no se habían desgranado del todo y que se echaban en sacos para pienso de los animales. Luego había que llevar el trigo al molino o ala tahona para molerlo y hacer harina y la paja, en arpilleras a los pajares, que solían estar encima de las cuadras de las casas rurales.
No me he molestado en contar las palabras desaparecidas que expresaban toda una cultura de la siega, de la barcina, de la trilla y del acarreo del grano y de la paja. Todas ellas desaparecidas de nuestra lengua usual, al no existir la cosa designada por ellas. Todo este mundo cultural campesino que tantos siglos ha existido, desaparece y hoy ha quedado reducido a una breve y sencilla expresión: “Voy a la finca que la cosechadora va a sacar el grano”. Unos tractores acarrean el grano al molino y en la misma finca, se vende la paja a las personas que tienen caballos, pero ya no como animales de carga, sino de montar. Una nueva cultura de la recolección ha nacido y se ha perdido otra.