· Primera lectura: “Se llenaron del Espíritu Santo”
· Salmo responsorial: “Envía tu Espíritu, Señor…”
· Segunda lectura: 1 Cor: 12, 3b-7. 12-13: “Todos hemos sido bautizados en un mismo Espíritu”
· Evangelio: “Recibid el Espíritu Santo…”
Alguien dijo por los años sesenta que el Espíritu Santo era el gran desconocido de los cristianos. Y parece ser que sigue siendo así, a juzgar por la actitud de tantos y tantos cristianos que se empeñan, de broma o sin broma, en seguir llamándolo la paloma. Pero las lecturas de hoy nos hablan de otra manera.
La primera habla de unas personas que se llenaron del Espíritu santo, y comenzaron a hablar en diversas lenguas, siendo entendidos por todos, fueran judíos o extranjeros.
El autor del salmo 103, extasiado ante la belleza e inteligencia de lo creado, no puede por menos de proclamar la grandeza del Señor, todo sabiduría y amor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Pablo, desde la profundidad de su fe, nacida en un encuentro particular con Jesús en el camino a Damasco, afirma taxativamente que nadie puede decir, Señor, si no es por el Espíritu Santo. Nadie puede creer en Él si no es por la luz del Espíritu.
Juan, en su evangelio, proclama en alta voz la paz que nace del Espíritu que envía a sus discípulos por el mundo para que sean sus testigos. Desde la meditación de las lecturas, emerge, potente, un mensaje nuclear que los cristianos deberíamos tener más frecuentemente en cuenta.
El Espíritu no es una paloma. ¡Ni de broma! Muy al contrario; el mensaje profundo, más o menos explícito es que el Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad se configura en nuestra vida con un lenguaje adaptado a nuestra inteligencia.
Es un lenguaje de amor: aquel en quien habita el Espíritu, conoce a fondo el lenguaje universal del amor: el vivido y testimoniado por Jesús: también se siente impulsado a bendecir a Dios por las grandes maravillas de la creación; y a poner en práctica un tipo de relación con Dios Trinidad hondo, profundo, apasionado.
El poseído por este Espíritu, conoce en profundidad a Jesús y su mensaje; se experimenta como testigo; no puede dejar de hablar; con la lengua, pero sobre todo con la vida. Le predica, le da a conocer, pero sobre todo lo vive; practica el lenguaje del amor, de la tolerancia, de la fraternidad; su testimonio, impulsado por la fuerza y el fuego del amor originado en el Espíritu, le conduce hasta las más inimaginable barbaridades, como dar la vida por Dios y por los hombres.
Como Jesús, como María, como tantos santos y mártires a lo largo de la historia, como tantos cristianos de hoy. Aquel en quien habita el Espíritu se siente impulsado a amar sin límites, sin discriminaciones, de forma universal, profunda, sacrificada; quien habla este lenguaje ama ilimitadamente a todo ser humano, porque conoce el valor intrínseco de la vida humana, desde que es concebida hasta su último hálito vital; respeta a todos y nos discrimina a nadie; ni por religión, ni por su raza, su nacionalidad, su sexo, o su lengua; ama a fondo, y a todos; es un ciudadano universal.
Porque el Espíritu es luz que penetra el alma, consuelo en la tristeza, huésped que habita dentro de cada uno, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo en la lágrima, alivio en el dolor, agua en la sequía, limpieza en la mancha, calor en el hielo, claridad en la oscuridad, paz en la guerra… Ése es el Espíritu. No una paloma. Y como Espíritu de luz y fuerza, actúa en cada uno de nosotros, si nos dejamos.
padre trinitario Domingo Reyes
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