En este último domingo del tiempo de Adviento contemplamos con pasmosa realidad la inminente venida del Salvador. De hecho, podemos considerarlo como un domingo “cortito”, un domingo que quiere pasar desapercibido porque en su tarde ya son vísperas de la Solemnidad, como diciéndonos: “lo que te digo hoy no puede esperar; esta noche ya acontecerá”.
Nos lo dice el autor de la carta a los Romanos: El misterio, mantenido en secreto durante siglos, ahora se ha manifestado (cf. Rm 16, 25-27). Un año más la Iglesia nos invita a celebrar el acontecimiento más asombroso que ha podido suceder: Dios se hace hombre. Y lo hace como todos los hombres; naciendo de una mujer.
Nos asombra la naturalidad con la que el rey del universo viene al mundo. No le hace falta bombo y platillo, truenos y relámpagos. Esa es nuestra fe: lo más grande, lo más divino se nos ofrece pequeño, débil, necesitado.
Un año más tenemos la oportunidad de mirar al Belén para aprender todo tipo de lecciones que nuestro Jesús nos quiere dar. Lecciones de pobreza, humildad. Y no solo Jesús. Nuestra Madre y San José también nos enseñan a ser dóciles a la voluntad de Dios. Una voluntad que –como tantas veces– no entra en la lógica humana, pero que si viene de Él no puede estar equivocada.
En uno de esos cuentos de Navidad que nos gusta recordar y volver a contar a los pequeños, y no tan pequeños, la estrella de Belén se lamenta dos mil años después porque su luz ya no sirve para nada –dice–, porque la humanidad está destrozada, llena de egoísmo, guerras, muertes violentas… y eso le lleva a pensar que ya no va a brillar más. Pero el otro protagonista del relato, un joven –que entre el asombro y la perplejidad entra en diálogo con ella– le argumenta que precisamente por eso le necesitamos más; es más necesario su brillo para que los que seguimos esperando año tras año este acontecimiento, no perdamos la esperanza; y para que aquellos que dentro de su corazón mantienen una pequeña luz de esa virtud, con el brillo de la estrella pueda ser llevados al lugar donde todo empezó, donde María y José contemplan el mayor milagro del mundo: Dios hecho Hombre.
Esperanza. Es quizá una de las virtudes más necesarias hoy en día y de la que el Papa Francisco nos ha ofrecido toda una serie de catequesis desde el 7 de diciembre del año pasado hasta octubre del presente.
En la audiencia general del 21 de diciembre de 2016 nos decía que la esperanza ha entrado en el mundo, con la encarnación del Hijo de Dios. (…)
Cuando se habla de la esperanza, muchas veces se refiere a lo que no está en el poder del hombre y que no es visible. De hecho, lo que esperamos va más allá de nuestras fuerzas y nuestra mirada. Pero el Nacimiento de Cristo, inaugurando la redención, nos habla de una esperanza distinta, una esperanza segura, visible y comprensible, porque está fundada en Dios. Él entra en el mundo y nos dona la fuerza para caminar con Él: Dios camina con nosotros en Jesús, y caminar con Él hacia la plenitud de la vida, nos da la fuerza para estar de una manera nueva en el presente, a pesar de exigir esfuerzo. Esperar para el cristiano significa la certeza de estar en camino con Cristo hacia el Padre que nos espera.
No quiero terminar estas palabras sin recordar que la mañana del 25, como todos los años, el Santo Padre nos ofrecerá desde Roma la alegría de la Bendición Urbi et Orbi, que es como el regalo especial del Niño para todos los creyentes. El regalo de la indulgencia plenaria (remisión de la pena temporal por los pecados) que podemos ganar, cumpliendo con las condiciones que la Iglesia indica para estas ocasiones (confesión sacramental, Comunión, oración por el Santo Padre, en el entorno del día que se ofrece la indulgencia).
padre Mariano Amores
