Para el pueblo de Israel, cruzar el mar Rojo fue un hecho crucial. El pueblo hebreo se libera del opresor y comienza una nueva vida, pasando por las aguas del mar, mientras es guiado por Moisés hacia la tierra prometida y la liberación. Podemos actualizar esto: cada uno de nosotros se libera del pecado original y se abre a la nueva vida cristiana gracias al agua del bautismo, y Jesucristo nos salva y nos guía hacia la tierra prometida, que no es otra que la Salvación y el Cielo.
Volviendo al Éxodo, después de atravesar esa franja marina, Moisés y su pueblo hacen un cántico a Yahvé para darle gracias, alabarlo y celebrar su triunfo. Luego, reemprenden la marcha. Llevarán a cabo una travesía muy larga y penosa a través del desierto, rica en acontecimientos decisivos para ellos y para nosotros, como el famoso Decálogo.
Un poco antes, los hebreos caminan por el desierto. Pasan sed, luego hambre y enfrentan una serie de peligros, lo que les lleva a protestar de su situación a Moisés. Moisés invoca a Dios y Dios socorre a su pueblo, haciendo que las aguas amargas de Mara se volvieran dulces y enviando comida del cielo en forma de codornices y del maná.
Pero llama un poco la atención que alguien, que ha sido liberado recientemente del yugo egipcio, increpe a su libertador a las primeras de cambio y frente a cada dificultad. También protestará el pueblo hebreo cuando, tras escuchar a los exploradores, cree que no va a poder conquistar la tierra de Canaán. Y, en ocasiones, como cuando construyen el becerro de oro, desobedecen abiertamente los mandatos de Yahvé, su salvador. Los hebreos incluso llegan a desear regresar a Egipto.
Menciono todo esto, porque esta imagen del pueblo protestando contra su Dios e, incluso, rechazando la tierra que le ha otorgado, negándose a recibir el “regalo divino”, es equiparable al alma del individuo que se resiste a aceptar la gracia de Dios. (Continuará…)
