Un buen maestro me enseñó que los proyectos no deben juzgarse ni desde el papel, ni siquiera cuando se encuentran terminados, sino en el momento en el que el edificio o la obra, en plena carga, revela su verdadero propósito: responder con inteligencia y, por supuesto, con belleza, a la necesidad para la cual fue creada. Puedo vehicular esta reflexión a través de la obra de urbanización que se hizo en la calle Merecillas, mi calle, que a finales de los ochenta sufrió graves inundaciones que obligaron a levantar bordillos y escalones para proteger las casas.
Recuerdo la incertidumbre que generó el hecho de que la propuesta para la nueva urbanización de esta calle fuese un plano continuo, sin ningún tipo de bordillo para impedir el discurrir del agua. Surgieron dudas: ¿sería posible mantener a raya las lluvias sin los desniveles que ofrecían refugio? Decidí no emitir juicios prematuros y aguardé el momento en que la calle tendría que enfrentar las lluvias.
Cuando llegaron las primeras lluvias copiosas, la evidencia habló: el agua discurrió sin estragos, y aquello que parecía un riesgo se convirtió en un triunfo silencioso. Solo entonces felicité públicamente a los técnicos responsables, admirando una obra que cumplía su función con discreta elegancia.
Debemos recordar que estas intervenciones discretas, aunque no sean siempre vistosas ni espectaculares, son las que verdaderamente necesitamos y sostienen nuestro entorno. Reconocerlas es valorar el esfuerzo silencioso de quienes trabajan para que nuestro día a día sea seguro, con respuestas evidentemente bellas.