“Nos hacen falta muchas buenas personas. Enseñar a los hijos a ser buenas personas es la extraescolar más importante, no hay academias para eso, se imparte en casa”. Así comenzaba hace unos días un artículo del juez Emilio Calatayud. Y no le falta razón en absoluto. Y es que en un afán de tener y mantener a los niños entretenidos, estimulados y motivados, los estamos convirtiendo en pequeños emperadores que creen merecer absolutamente todo sin haber conocido el esfuerzo ni la frustración. Promover en ellos las buenas intenciones y los buenos gestos para con los demás es el mayor acto de generosidad de los padres, quienes tienen en sus manos a los adultos del futuro y la posibilidad de hacer de ellos una generación mejor que la anterior.
Y esa asignatura no les corresponde a profesores ni monitores a los que poder recurrir si los resultados no son los deseados. La cultura se imparte en las aulas, y la educación y los modales en el hogar. La base que nuestros hijos posean de educación, empatía y bondad depende de los padres. Esto es una buena y mala noticia porque nos convierten en responsables y ejemplos de lo que queramos imprimir en esas mentes aún en desarrollo. Pero sobre todo es un desafío y un reto. Apasionante, ilusionante y muy, muy difícil.
Poder hacer de ellos buenas personas y que puedan mirar a los demás con la mirada limpia y honesta. Ayudarles a conectar con los demás. Acompañarlos en el uso de las pantallas. Conectar con el dolor y el sufrimiento de los demás. Conectar con las necesidades de muchos otros y con la gratitud por lo que se tiene. Ayudarles a que valoren a las personas y que compartan lo que tienen. Precisamente ayer, 10 de octubre, se conmemoró el Día Mundial de la Salud Mental. Nuestros pequeños y jóvenes necesitan de toda esta enseñanza, que redundará en su propia salud mental y en la de quienes les rodeen.
