Que se oía en el Congreso no tenía explicación, y menos, los aplausos que se recibían del propio grupo después de cada intervención. Parecía cosa de colegiales, queriendo sobresalir sin saber a ciencia cierta el motivo. Ahora nos enteramos que el bar mantenía unos precios irrisorios y sus señorías hacían un uso más que considerable a tenor de la prohibición que se acaba de conocer. Los gin-tonic a precio de ganga hacían las delicias de los diputados y olvidaban momentáneamente los graves problemas por los que estamos atravesando. Sonrientes se proferían unos a otros dimes y diretes y rara vez la cosa subía de tono. Pensábamos que tantos años de democracia nos habían conducido por el camino de la razón, exhibiendo un comportamiento propio de un país que aspira a coger las riendas de su destino al margen de los dictámenes europeos. Es posible que el abuso de la bebida de moda, donde existen locales en la capital especializados y con una considerable variedad de ginebras, sea una de las causas de la risa tonta que aparecía en la comisura de los labios de los congresistas sin necesidad de abrir la boca ni salir al estrado. ¿En las sesiones vespertinas echarían la siesta? ¿Se atrevería alguno a roncar? Fuera del humor, la historia tiene su enjundia.
Un diputado gana dinero de sobra para mantenerse y la relación trabajo-sueldo está bien despachada, y encima le salen almuerzo, desayuno, merienda y cena casi gratis. Los caprichos innecesarios sobran, cuando se pagan del bolsillo de un contribuyente que no da abasto a contribuir. ¿Qué dicen de esto los más desfavorecidos? Probablemente que los gin-tonic se los toman los de PP. No les doy la razón porque los disparates no saben de color político, aunque es cierto que la izquierda, sus dirigentes, comunican mejor, bastante mejor, que el centro derecha y siempre les hacen llegar a sus votantes el mensaje que quieren; son gajes del oficio.
