miércoles 1 mayo 2024
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La leyenda fantástica del Cristo del Milagro de la iglesia de San Pedro

Repleto está el bodegón, cuando el villano, con ínsulas de caballero, empieza su relato. Se encuentra en un no muy espacioso salón, ni alhajado tampoco, alumbrado sólo por cuatro antorchas de resina y pez, donde unas mesas, sucias y pringosas del vino, se bambolean, cada vez que reciben los golpes de algún bebedor, está sentado en un taburete cojo y roto, y a su alrededor se agolpan rufianes y villanos de todas clases, sin temor, ley, ni conciencia alguna, y que darían una estocada al primer transeúnte, por tal de unos cuantos escudos para el “pálido”, que se traga bien y se sube a la cabeza mejor.

Escenario de nuestro relato, la muy noble y valerosa ciudad de Antequera, en la noche cruda, cerrada y fría, del 10 de enero de 15… casi un siglo después de la conquista de esta ciudad, por Fernando, el que dio el sobrenombre de “Antequera”.

El bellaco y valentón es alto, fornido; la cara ancha y aplastada, como si se la hubiesen deformado a martillazos, gran costurón o cicatriz roja le cubre la frente y baja hasta el pómulo, como una pincelada fuerte de bermellón, y los labios, gruesos y caídos, dejan al descubierto sus dientes, de los que sólo campean por su respetos unos dos o tres, cariados y podridos, y que es causa de que sus compañeros lo hayan bautizado con el apodo del “Mellao”, en vez de “Desdentado”, que sería el suyo verdadero.

Empieza el rufián su relato, con voz tonante y declamatoria, apoyando su diestra en la empuñadura, que, por lo larga, llega y cae sobre el suelo, y animándose de vez en cuando con tragos de vino, que los otros acompañan entre risotadas y chacotas.

– Pues sí; contaba mi padre que aquellos días daba gusto de pertenecer a las huestes de Fernando el de Antequera. Sitiaba entonces aquesta ciudad, y, ¡pardiez!, que no era muy fácil el empeño. En febrero de 1410 pasaron por Córdoba y esperaron en Lahanoz al adelantado Perafán de Ribera, que hizo entrega a nuestro Infante de la espada del rey Fernando, al que el vulgo y las mozas asustadizas declaran santo.

Hizo una pausa, trasegó de un solo trago el cubilete que contenía escasamente un culo de vino, y se atusó los mostachos, que del líquido pringaban y escurrían, como pellejos puestos a secar.

-Atravesaron el Yeguas, límite de nuestra Castilla entonces, y el día 26 de abril dieron vista a aquesta ciudad. Sitiáronla con sólo mil caballos, dos mil quinientas lanzas y diez mil peones, mientras las huestes de los maldecidos granadinos Cid Ali y Cid Ahmad tomaban posiciones delante de los nuestros y de la ciudad, con unos cinco mil de a caballo y ochenta mil peones, que los ruines bellacos congregaron al nombre y clamor de la guerra santa.
Mas, ¡vive Dios!, que los castellanos no estuvimos tumbados muchos días. Entonces daba gusto combatir, agora, como no sea con algún vejo judío, o una moza algo arisquilla, no hay medios de pasar el rato. Una mañana, a primeros de mayo, resonaron las trompas y cornetas y cargaron contra los infieles. ¡Vive Dios! Allí mi padre se hartó de rebanar cabezas, y de un sólo tajo de esta misma espada, que de él heredé y es mi compañera y defensora, rajó en dos, como un melón, desde los pies a la cabeza, a un fanfarrón, que se atrevió a poner delante de él las narices.

Aquel día hubo un botín y diversiones; no las que agora disfrutamos –siguió el valiente, agitando las escasas monedas, que descansaban en su vieja y raída escarcela–. Treinta mil moros quedaron en el campo, dos mil banderas blancas, el pendón de la tela, roja como la sangre, en cuyo centro se veía una granada abierta en cascos; mucha plata amonedada, y caballos y mulas, amén de unas cuantas doncellas, un tanto algo bruscas y negras, pero pasajeras para los que, como maestros, no disfrutaban dellas desde que ciñeron el peto y embarazaron el escudo.

Y no os quiero decir más, el sitio duró bastante tiempo, el condenado Alcarmen, que era alcaide de esta ciudad, se resistió como un endemoniado; y aun cuando un mozo alemán, Jácome, artillero, metió su bala de cañón por la misma boca de una lombarda enemiga, que hacía mucho daño, siguieron resistiendo, y desde las murallas arrojaban balas, piedras, flechas, saetas y aceite hirviendo, que, a pillar alguno debajo, no sería él el que lo contara.
Cegaron los nuestros el foso, dieron unos cuantos asaltos y se apoderaron de la villa, pero los moros se hicieron fuertes en el castillo, hasta que les privaron de agua del río que lamía los muros de los torreones y, al fin, pactaron en septiembre, entrando los nuestros en la plaza, entre unos cuantos infelizotes, que caían de rodillas, dando gracias a Dios por haber terminado.

Tontería sin igual: como si fuese Él, el que conquistó la plaza, y no se debiese al esfuerzo de aquellos brazos y a la fortaleza de sus pechos y espadas.

-Según eso, Mellao, ¿tú no crees en Dios? -Interrogó uno de los del grupo.

-No solamente no creo, contestó el Mellao, sino que me burlo de él, cuanto me viene en gana, y si hay alguno que lo dude, que se levante, que presto la hoja de mi espada trabará conversación con su pelleja y le hará algunas cosquillas en las tripas.

-De modo que…

-De modo que te callas, o te meto dos palmos de fierro en las costillas. No soy tan tonto como el Arzobispo de Santiago, que purificó la mezquita morisca y con la bandera que tremoló en el Alcázar fizo una casulla, que conservan aún y conservarán por todo el tiempo que quieran los clericales antequeranos.

Sonaron en este momento las siete en el reloj del Alcázar: la oración o Ángelus; se arrodillaron todos, hombres sin conciencia y con el peso de algunas fechorías sobre ellos; pero se arrodillaron y rezaron devotos; sólo el fanfarrón, de pie, descreído y ateo, los complicaba, burlón, con una sonrisa repugnante, que dejaba al descubierto sus esencias descarnadas y podridas.

Al otro día bajaba por lo que hoy es Cuesta de los Rojas, y que en aquel tiempo era unos desmontes con algunas casucas ruinosas, y un convento que había sido mezquita o morabito de los moros antequeranos, habitado por unos cuantos caballeros de la esforzada orden de los templarios, el Mellao, con alguno de sus camaradas de tropelías y armas.

Al llegar, tras dejar a sus espaldas las ruinas de del Alcázar, con su torre y su reloj, se entraron en derechura hacia el bodegón, que ocupaba un sitio análogo al que hoy ocupa el con vento de Santa clara. Ma, al pasar por una casa, más suntuosa que las demás, el Mellao dijo:

-¿Veis esta casa? Pues bien, en ella vive una doncella, moza juncal en agraz y que he de ser yo quien la consiga, pese a quien pese.

-¿Te olvidas de que don Rui de Aragón la tiene pedida en desposorios y no es hombre que deja quieta la espada, cuando de su dama y honor se trata?

-Lo sé. Pero lo despacharé y será mía la doncella. Lo juro.

-Va jurado, contestaron los demás, poniéndose por testigos de ello, y se entraron en el bodegón, donde la emprendieron con un vinillo que mataba el ocio y alegraba los ánimos.

El Miércoles Santo, el Mellao acechó, escondido tras de una esquina, a los nobles amantes, que, según sus cálculos, no tardarían en pasar.

Pasó aquella noche, y nana. Descorazonado, rabioso, la noche siguiente, la del Jueves Santo, se escondió en el mismo sitio.

Allá a las ocho, noche cerrada, sin un alma, ni una ronda, al ir a entrar en la casa, morada de ella y de sus padres, mientras los que le acompañaban habían quedado retrasados, los amantes fueron sorprendidos por aquel hombre rabioso y terrible.

Resonó un golpetear de espadas, unos ayes prolongados, unos gemidos, y una carrera desenfrenada, que el hombre emprendió, llevando a cuestas el fruto del botín: la mujer, que se debatía entre sus brazos, indefensa, como una paloma blanca y débil, entre las garras del milano.

A la mañana siguiente, Viernes Santo, la justicia se puso en movimiento, y se adentró en los refugios de los pícaros y bribones; bien pronto dio con aquellos testigos del juramento del Mellao, y, ante unas cuñas bien aplicadas, no tuvieron más remedio que decir la verdad.
Prendieron al Mellao y lo pusieron en el tormento; mas, inútil: aquel hombre estaba sereno e impasible, como si nada le sucediera.

El cadáver de la bella dama, prometida de don Rui, fue descubierto en una presa del río, violado y atado con una gran piedra al cuello.

Entonces los Jueces, ante la imposibilidad de hacerle confesar por medio de torturas, recurrieron a Cristo, poniéndole como único Juez de aquella cuestión. Llevado el Mellao ante un Cristo tallado en roca, que existía entonces donde hoy se asienta la iglesia de San Pedro, le preguntaron:

-¿Eres tú quién violó a doña Isabel?

– No, contestó el Mellao, mirando insolente y burlón a los demás y al Cristo alumbrado por la débil luz de un farol de aceite.

-¿Eres tú quien asesinó a don Rui?

–No, volvió a decir.

-Júralo, pues, ante este Cristo, replicaron los jueces, con un tanto ya de buena fe al ver que hablaba con firmeza.

Vació un poco el Mellao, pero se repuso enseguida y empezó:

-Juro por este Cristo, que yo no he dado muerte a los dos, ni he violado a…

No pudo continuar: el sacrilegio era horrible en aquel tiempo.

Viernes Santo, Cristo muerto yacente en su ataúd de mármol; y ante los ojos asombrados de todos, que cayeron con la frente en el suelo ante el milagro, el Cristo menospreciado, se salió del mármol, tomó figura carnal y miró fijamente al Mellao.

El Mellao, aprovechándose del pánico, quiso huir, mas no pudo. Sintió algo frío en el corazón , un temblor repentino, y, vacilando, cayó de bruces, rebotando la cabeza en el suelo; y allí quedó en los guijarros para siempre.

Cuando se repusieron algo, los familiares del Santo Oficio dieron las gracias a Dios por su intercesión, y desde entonces a aquel se le llamó el Cristo del Milagro.

Luego, al edificar sobre aquellos cimientos la iglesia de San Pedro, desapareció para siempre.

(Versión de Felipe Ortega Medina).

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