De manera obcedada y testaruda deberíamos exigir arquitectura y vivienda de calidad para nuestra ciudad. Calidad cual línea roja que, como ciudadanos, no deberíamos permitir en modo alguno que se depaupere, desoyendo mamarrachadas contadas con finalidad sedante ante la insoportable mediocridad que impera.
Estos años postpandémicos que vivimos son macroecónomicamente tan complejos como duros, lo cual deriva, en último término, en un extremo agravamiento de los problemas de calidad de la ciudad y de la vivienda. Sin embargo, no nos dejemos engañar: La inaccesibilidad a la vivienda digna depende tan poco de la proliferación de pisos turísticos como la estratosfericidad del aceite de oliva de la escasez de lluvia. Éstas no son sino excusas que redigiren la frustración ante la imposibilidad de acceso a principios básicos constitucionales como son el acceso a los bienes básicos, a la vivienda y el medio ambiente urbano dignos.
Lo curioso es que nuestra garantista legislación nos ha provisto de un elevada instrumentación para posibilitar el desarrollo de viviendas dignas y de calidad. Pero hay una gran falta la voluntad política debida a que la dureza que impondría su aplicación no sería aplaudida por la amilanada masa que conformamos y que prefiere seguir viviendo en la ilusión de una riqueza que no es real.
Debemos exigir calidad en nuestro medio ambiente urbano y posibilidad de acceso a vivienda digna como principio político rector básico, estando dispuestos a pagar los peajes que suponen, que no son caros sino justos, que no son ideológicos sino imprescindibles. Cuando nos obcequemos con esto y lo requiramos férreamente, quizá empiecen a tomarse las oportunas decisiones (nos parecerán durísimas dado nuestro “líquido” espíritu ) y sea así innecesario el circo mediático sedante.
