El frescor de la noche no impide que sea verano. Las olas protestan sobre la orilla fresca, húmeda, en penumbras y sombras de farolas alineadas. A veces solo basta con tensar un poco las sensaciones para que adquieran otra tonalidad. Ahora que todo lo nuevo se queda viejo, o antiguo u obsoleto antes de ver la luz, conviene dominar las redes del camuflaje. Si iluminamos demasiado el mar lo convertiremos en una tarjeta navideña, que diría Rafael Pérez Estrada. Por eso para hablar de un nocturno poético no necesito versos manidos, esponjosos o cómodos. Observo despacio, a cámara lenta, este espacio inmenso lleno de agua salada que grita por sus derechos, que defiende su territorio y que no se deja acosar por ningún mamarracho con ínfulas de jefe u otros sobrenombres. Grita desde dentro sintiendo una libertad intensa que nadie acalla.
He mirado con detenimiento esta ciudad entrada en años, desde los altos de los montes en donde a estas horas descansan los pocos jirones de nubes olvidadas que no se atreven a descender sobre las olas por temor a convertirse en agua y desaparecer en la inmensidad del océano. Faro que permanece impenitente noche tras noche, sin pestañear, sin ensoñaciones que lo distraigan o lo pongan en duda. Indecisión de la brisa, cálida o fría, templada quizá. Perplejidad del tiempo en estos días que, puestos de lado, cubren callejuelas de arena y pasillos interminables que no llevan a ningún lugar conocido, familiar, son como ríos silencios que se deslizan como hilos de seda por un calendario. Cambio de días, luces cortas para el camino, sombras que llaman por sus nombres los rincones mágicos de las estrellas, que duermen un sueño eterno. Golpe de agua en las rocas de esta costa, de miles de espacios que cubre esta tierra. Ni una lágrima se derrama en vano. Valiosa el agua. Escala de verdes azulados bañados en espuma blanca. Canciones de las Nereidas de este ámbito acunado por la luna.