Se abre el horizonte a un lugar amplio sin esquinas ni recovecos. Las voces se elevan sin afán de molestar sólo de vez en cuando un crío grita porque su hermano le ha quitado el cubo o la pala. Voces que salen de cuerpos morenos. A estas alturas de verano, la playa ya se las sabe todas. Mañanas de conversación, cervezas de aperitivo, tarde de paseos húmedos y salados, y noches de vasos largos de colores exóticos y contenido de alta graduación.
Voces de barítonos arrepentidos y hartos de cargas con sombrillas y otros bártulos. Voces de matronas soprano ahítas de cremas portadoras de protección altísima que imprecan a unos y otros con voces agudas, más bien de coloratura dramática, regañan y contestan y dirimen las situaciones extremas que están viviendo al lado de unos hijos adolescentes que se sienten incomprendidos y con los que se ven obligados a convivir en los escasos metros cuadrados del apartamento alquilado.
Duchas heladas que arrancan un contralto o un mezzo acompañado de un comentario que finalmente resulta trivial sobre esto o aquello. Pero en medio de todo este vocerío se distingue con claridad la del tenor lírico o la del dramático que emerge de entre las tumbonas con acento inglés. Entonces me detengo, abro un paréntesis de pensamiento y recuerdo a Plácido Domingo, un tenor incomparable que no era tan señor como decían.
En fin, por desgracia en esto Plácido Domingo no ha sido nada original. Pero una voz de bajo grave, me devuelve a estas conversaciones a pie de arena amenizadas por el ruido del oleaje y por la desilusión de los niños que se lamentan de la ausencia de medusas. En fin en medio de todas estas voces de coloreadas tesituras oigo este bajo ronco que romper todo lo previsto y aporta una tonalidad inhóspita y tóxica porque su voz es la encargada de poner en el mapa la carne mechada. ¡Mira tú!