De oír hablar de la economía sumergida, de los sinvergüenzas que utilizan su influencias para apropiarse de cuanto encuentra a su paso, de los banqueros que se preparan una jubilación de superlujo, a costa de los desgraciados que se acercan a la entidad bancaria, donde el timo de la estampita se ha modernizado bastante, de las grandes estrellas del deporte que no dudan en reírse del mundo entero sin saber el alcance del perjuicio que pueda acarrear a otros, de los cargos públicos que engrosan su patrimonio a velocidad de vértigo, de los chinos y sus trapicheos… todo lo que va en detrimento de las arcas estatales y en última instancia, de los más desfavorecidos de la sociedad.
A ello le sumamos la cantidad de alimentos que van a la basura diaria, de los que somos culpables casi todos, no es de extrañar que los problemas se agudicen. Cierto que el campo laboral está seco y sin apenas abono que lo haga fructiferar. Pero hay otras vías para poder igualar y tratar un mínimo de justicia ante tanto dolor colectivo del que nadie es ajeno.
Si las noticias fueran otras, si los aprovechados fueran severamente castigados, si adquiriéramos conciencia social para tratar con sumo respeto a los alimentos y si encima, se nos quitara de la cabeza que la máxima felicidad consiste en ir a Andorra con una bolsa de basura de color negro llena a rebosar de billetes.
Entonces… no habría tanta gente pasándolo mal, ni tantos religiosos viviendo en un sin vivir para llegar a todos los rincones de la pobreza, ni una sociedad tan desigual. Injusta, torpe y tonta. Porque la verdad de todo esto es que nos quedamos impasibles ante lo que vemos y oímos. Nuestro silencio actúa como una aprobación y aplauso ante cualquier tropelía por grave que sea. Así vamos construyendo…