Y a todo esto, las montañas comienzan sus desperezos habituales con el alba, sin intención de que sean perceptibles sus bostezos por un sismógrafo madrugador o tremendamente espabilado. Las nubes asoman hechas girones en un atisbo de querer asustar al sol que se muestra más severo con el paso de los días. El silencio es absoluto a esas horas de la mañana, pero a medida que avanza el contador de tiempo, el reloj de arena de las horas, se oyen palabras ininteligibles que se muestran en vano a un horizonte esperanzador. Un nuevo campo de batalla se inaugura con el nuevo día. Rutinas aprendidas en fases nombradas con números. Parece que el ADN de la vida anterior se ha olvidado de nosotros, y de la identidad que nos define. Resistimos en un campo de batalla.
El calor del sol hace gemir las rocas frías de las riscos. Avanza el día y de repente todo se queda atónito en las calles y en el aire que ausente parpadea boquiabierto ante secos ruidos que no estaba en su memoria. Será lo que llaman una ficción cinematográfica, eso que cuentan de efectos especiales.
Pero no, es otro sonido. Alguien avispado y viajero descubre que aquel ruido es de cacerolas en las calles de allá abajo. Cacerolas en las calles. ¿En las calles? Es hora de consultar a los cerros sabios, ellos lo oyen y lo saben todo a pesar de sentirse un tanto desgastados por el tiempo. “Son cacerolas que las gentes hacen sonar, dice el más anciano. Están vacías por eso suenan tanto. Pero estoy seguro, continúa diciendo, que ese vacío estará lleno en un rato. Se llenarán las cacerolas de sanidad pública, de no recortes en servicios sanitarios. Se llenarán de investigación sin que nadie se lleve las manos a la cabeza, seguro que la cultura cabrá en los huecos que aún suenen a vacío y si quedara alguno el no odio sería perfecto para aquellas cacerolas más grandes a las que les cabe también un no grande a la pobreza extrema”.