Hace apenas dos días que llegué a la peligrosa frontera de Tijuana, entre México y Estados Unidos de América. Sólo 48 horas, para sentir el gran escalofrío de contemplar el drama humano de los “Niños de la Frontera”. Se trata de niños que vienen desde Guatemala, El Salvador, Honduras y México, y que quieren atravesar la frontera con Texas, Arizona o California.
Las autoridades políticas estadounidenses, obispos de Centroamérica y EE UU, organizaciones humanitarias y los gobiernos de América Central y México, discuten las posibles salidas de una de las peores crisis humanitarias que ha vivido Estados Unidos en las últimas décadas. Estos niños salieron de sus países huyendo (que no migrando) de la pobreza, la violencia, la extorsión, el secuestro y la muerte, en sus comunidades y escuelas.
Se trata de los inmigrantes más vulnerables, muchos de ellos se convierten en víctimas de delitos violentos o abusos sexuales. La gran mayoría depende de peligrosas redes de contrabando de seres humanos para que los transporten a través de América Central y México, poniendo en peligro sus vidas. ¡Por Dios, sólo son niños que buscan un refugio seguro, ya sea en su propio país, en los países vecinos o en la frontera de EE UU! Son refugiados y deben tratarse como tal. Pero existe una percepción errónea en sus países de origen, de que estos niños se reunirán de manera segura con sus padres, una vez que los detengan en la frontera estadounidense. Nada más falso: no hay más posibilidad que la deportación. De acuerdo con la ley, si hoy día un menor cruza ilegalmente la frontera, no podrán beneficiarse de ninguna reforma migratoria actualmente bloqueada en el Congreso de EE UU. Todos los niños y las familias están sujetos a los procesos de deportación.
Lo sigo observando aquí en las fronteras con Arizona y Texas, y no tengo dudas: como en Europa, se trata de dar solución a una urgente cuestión humanitaria internacional. Ante ella no podemos ni debemos mirar hacia otro lado. Este drama exige centrarse de inmediato en el bienestar de estos niños, tomar medidas enérgicas contra los traficantes y un énfasis en promover el desarrollo social y económico en sus países de origen. A la vez que una lucha contundente y sin piedad, desde los organismos internacionales y sus mecanismos de presión, contra cualquier corrupción política. Proteger a estos niños es una obligación moral y ética en todo su sentido.
¡Cuánto drama, al que nos vamos acostumbrando! Niños, que día a día ponen en peligro sus vidas, desterrados por las condiciones sociales de vida de sus países de origen, caminando hacia la “tierra prometida”. Una tierra y unos bienes que deberían ser de todos y para todos. Estos niños errantes, a la búsqueda de un mejor nivel de vida para ellos y para sus familias, ¡cuánta tristeza arrastran!, ¡cuánto dolor en el fondo de su ser!
Y todo esto porque todavía no ha empezado una verdadera evolución de los criterios sociales que promuevan más la equidad y menos la lucha elitista para incrementar el ránking del bienestar de las personas, los pueblos, las ciudades y los países. Sin embargo, los gastos superfluos e innecesarios, siguen ocupando, en la mayoría de las sociedades y de las familias, un lugar muy importante, cuando lo que es realmente necesario, la subsistencia de los más desfavorecidos, es relegado a un segundo término.
La sociedad del bienestar no dialoga con la sociedad de la penuria; la de la ambición tampoco dialoga con la de la equidad. Y en medio de esta incomunicación, estos niños siguen dejando la vida en la larga travesía de la búsqueda de la justicia: poder vivir con dignidad. No podemos conformarnos sólo con denunciarlo, hay que dar verdaderas soluciones que pasen por las cuentas bancarias de los que más acaparan.
padre ANTONIO RAMOS AYALA