En una de las Epístolas de San Pablo, el Apóstol de las Gentes hace una petición a Timoteo: “Cuando vengas, tráeme el abrigo que me dejé en Tróade, en casa de Carpo.” (2 Tim 4, 13). Le pide un favor a su amigo.
Estamos en el Año de la Misericordia y seguro que el Espíritu Santo nos está dando luces y mociones para que mejoremos en nuestro modo de vivir la Caridad con los que nos rodean.
¡Hacer favores! Quizá nos pueda parecer algo demasiado simple o poco importante. Pero podemos sembrar mucha alegría a nuestro alrededor.
No pocas veces escuchamos que nos hacen esta pregunta: “Oye, ¿me puedes hacer un favor?” Nosotros mismos muchas veces pedimos favores a otras personas. Cuando vemos que nos ayudan, aunque sea en algo pequeño, nos llenamos de agradecimiento. Esa persona que hace favores nos ayuda a experimentar en nuestra vida la Misericordia de Dios.
El verdadero amor es creativo y se ingenia mil modos de manifestarse. Un sacerdote me enseñó un muestrario de cosas muy pequeñas y casi simplonas, pero que cuando no se viven es que algo no funciona bien en nuestro amor. Son cosas muy pequeñas, casi simplonas. Hay que aprender a materializar el amor.
Recordar el día del santo y del cumpleaños, procurando dejar esa hoja del calendario un poco más libre para dedicarle una mayor atención a esa persona. Reconocer los gustos del otro y procurar complacerlos interesándose por ellos.
Pensar, por principio, bien del otro. No buscar una segunda intención. Confiar en su palabra, aunque haya algún indicio que nos indique lo contrario. No despedirse después de un enfado sin haber hecho las paces. Y tomar uno mismo esa iniciativa. Es inmensa la satisfacción que produce esa victoria.
Anticiparse a una necesidad sin que el otro tenga que pedir ayuda. Ponerse una máscara cuando uno ha tenido un gran disgusto, para no contagiar el mal humor. Y, desde luego, no descargar ese mal humor.
Escuchar las pequeñeces que pueda contar el otro e interesarse por los detalles de eso que nos está contando. Corregir de un modo tan suave y amable que el otro se dé cuenta del gran dolor que nos está produciendo hacer esa corrección.
Saber prescindir de lo que al otro le molesta. Ayudar a un enfermo, sean cuales sean sus consecuencias, y cuidarlo con un esmero exquisito, aunque esa enfermedad se prolongue. Hacer sentir el amor de cerca, en concreto, es mucho más complicado que ser generoso de lejos. Cuando a las personas se les concede un poco más de atención o se les trata con más amabilidad se produce un cambio grande en ellas. Se sienten más felices.
Las personas se conmueven cuando reciben amor, y éste puede consistir en actos tan simples como estrecharles la mano, darles un abrazo, traerles un vaso de agua o conseguirles aquel dulce que desean. Basta con traerles lo que nos piden para que sepan que hay alguien que se preocupa de ellos y que les quiere.
Pedir a la Santísima Virgen que nos parezcamos a ella: disponible, servicial, abnegada, paciente, alegre, olvidada de sí misma, sacrificada, comprensiva, misericordiosa…
Así es el amor de Cristo. Podemos leer en el Evangelio como a la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban a Jesús. Y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.
¿Qué es lo que tenemos que aprender? Quizá tengamos que aprender a ser más humanos. Detrás de cada persona hay un corazón. Hay que saber descubrir ese corazón. Quizá esmerarnos de manera especial con los ancianos y con los enfermos.
La caridad de Cristo debe suavizarlo todo. Esa caridad se manifestará en tener paciencia con todos como Dios la tiene con nosotros. Cariño: es lo único que entendemos. Que queramos tratar mejor a los demás: merece la pena.
padre José María Valero