jueves 2 mayo 2024
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José Antonio Muñoz Rojas y las coplas de aceituneros

En octubre se cumplirán ya los 110 años del  nacimiento, nació en el año 1909,  y en septiembre, los 10 años de la muerte, murió en el año  2009, del más ilustre poeta de Antequera del siglo XX: José Antonio Muñoz Rojas.

Mucho he escrito y he hablado acerca de este gran escritor y amigo personal con el que tuve la suerte de conversar en múltiples ocasiones. Y, precisamente, a estas conversaciones me referiré en dos artículos que le dedicaré para recordar su nacimiento y su muerte. 

José Antonio se sentía oriundo de Cuevas Bajas, pueblo cercano al mío, Cuevas de San Marcos, antes Cuevas Altas y cuando le comenté, allá por los años 80 del pasado siglo, que preparaba una historia de mi pueblo, que en gran parte de su historia coincidía con la del suyo, desde fueron conquistadas por Pedro de Narváez y que, posteriormente, el rey Juan II de Castilla les concedió estas tierras como Dehesas a la ciudad de Antequera, en el año 1440. Me preguntaba mucho sobre las fuentes en las que me estaba documentando: el Archivo Histórico Municipal de Antequera, los Libros de Actas del Ayuntamiento de Cuevas de San Marcos y las distintas Historias de Antequera, amén de otros libros de autores antequeranos. Quería saber por qué el cambio de nombre de Cuevas Altas a Cuevas de San Marcos y le documenté como el día 29 de septiembre de 1806, el párroco, los coadjutores, los pedáneos y los apoderados de Cuevas Altas se reunieron con el presidente de la Comisión Real, D. Fernando de Ibarrola, que había venido a entregar la Real Cédula de Privilegio de Villazgo, en casa del presbítero D. Juan Morientes, por carecer de Ayuntamiento la Villa. Entonces, debido a la devoción que el pueblo de Cuevas Altas sentía por su  patrón San Marcos, ya contaré en otra ocasión alguna leyenda de él, el párroco le solicitó, en nombre de los vecinos de la población,  que, debido a la devoción que los vecinos tenían a su santo patrón se le cambiase el nombre de Cuevas Altas por Cuevas de San Marcos. Don Fernando de Ibarrola aceptó y desde el día siguiente, en el Libro de Actas se empezó a denominar la población con el nuevo nombre. Es bueno aclarar que desde ese día, dejó de existir Cuevas Altas y que es un error cómo en algunas enciclopedias, muchos vecinos de  poblaciones cercanas, algunos libros de historia, mapas y hasta vecinos de la localidad siguen denominándola así. José Antonio desconocía este dato histórico. 

Hablamos del, posiblemente, hijo más predilecto de mi pueblo, D. Juan José Cordón Luque o Leiva y al comunicarle que trabajaba sobre él se interesó por su vida y obra. Muy brevemente le sinteticé sobre la marcha algunos datos acerca de este gran personaje, que, al final, resultó ser, según pudimos comprobar en un árbol genealógico que un paisano mío había elaborado de los habitantes de Cuevas de San Marcos, un antepasado de los dos. “A Juan Benítez casi paisano y siempre amigo”, me escribió en Objetos perdidos y “A Juan con el cariño de su paisano, amigo y lector” en Historias de familia. Este hombre ilustre del que algún día escribiré acerca de él, llegó a ser Deán de la catedral de Cádiz, Obispo de Guadix y hasta virrey en Perú. Toda una personalidad.

En muchas ocasiones, salió el tema de los buenos y centenarios, si  no milenarios, olivos, muy admirados por él, que abundan en estas dos poblaciones y de la importancia y riqueza que suponía para los vecinos de estos pueblos, y me recordaron las palabras que les dedicó en su libro Las musarañas, en el capítulo Tierra eterna:

“Sola y eterna, tierra de arados, de sementeras y de olivar, mil veces regada con sudores de hombres, con cuidados, con maldiciones, con desesperaciones de hombres, hermosura diaria, espejo y descanso nuestro.

Nunca cansas, siempre lista, inscrita una y otra vez por hierros y por huellas, volcada por rejas al sol y a la lluvia, a todo tempero, siempre con la dádiva conforme al trabajo, medida a nuestros huesos.

¡Ay de los que te olvidaren, de los que en su piel y en sus ojos pierdan tu recuerdo, de los que no refresquen contigo, de los que pierdan el alma!”.

Tema éste, el del olivar que siempre fue motivo de largas charlas cuando lo visitaba en su casa de la calle Comedias: Que si el tiempo estaba perjudicando a las aceitunas, porque o no llovía o llovía muy fuerte o a destiempo o que si el viento las echaba, antes de lo debido, a tierra y se perdían o, simplemente, que la cooperativa no pagaba  y tenía que abonar el sueldo a los cosecheros. 

Sabedor de que recopilaba coplas de aceituneros,  que yo en mi libro titulé  Coplas de faneguería me preguntaba una y otra vez qué reflejaban esas coplas, que no era otra cosa que el discurrir mismo de la vida de los aceituneros, sus vicisitudes, sus preocupaciones, sus amores, sus alegrías, sus tristezas y penas. Le encantó la explicación que le di del porqué del título del libro cuando le canté algunas de esas coplas, que él recordaba, aunque no mucho:

¡Aceituneros del pío, pío! -¿Cuántas fanegas habéis cogío? –Fanega y media porque ha llovío. 

¡Aceituneros del pío, pío! -¿Cuántas fanegas habéis cogío? 

-Una de agua y otra de frío.

¡Aceituneros del pío, pío! 

¡Muertos de hambre y muertos de frío!

¡Aceituneros de pío, pío!

¡Muertos de hambre y con el culo arrecío!

¡Aceituneros del pío, pío!

¡Entre las patas lleváis un nío de guacharrillos, deguacharrones, medio vestíos, medio pelones! 

Todo lo que él escribió en su libro más famoso y que gustaba de verlo reflejado en las coplas que yo le leía o que él hojeó/ojeó cuando le dediqué mi libro:

“Desde lejos son unos humos negros sobre los olivares. Acercándose, un rumor disperso. Voces, alguna copla, el ruido de un banco que se cierra, el manoteo rápido sobre las hojas, el aleteo del aventador, la caída continua y mullida de la aceituna, como una cascada negra en los sacos. Pocas veces hará la tierra más suyos a los hombres que en las aceitunerías. Aceituna arrugada, verde, vinosa, al igual que los rostros, que las ropas, que las manos enterronadas. Salen de mañana arrecidos, se reparten por el olivar, atacan a los árboles, recogen ávidamente el fruto, izan las canastas sobre las testas. Van las aceituneras pardas, sucias,  apenas los ojos brillantes, los ojos gordezuelos, entre los pañuelos apenas salvándose la gracia de una forma bajo los pantalones”.

Le gustaba que le contase cómo era la vida de estos aceituneros, sobre todo de ellas, que tenían que ocuparse de todas las tareas de la casa, de los hijos, incluso de las personas mayores a su cargo, y que yo lo explicaba en la introducción de mi libro. Leíamos muchas de estas coplillas, recogidas por mí:

“Fanega y media de olivas ha cogido mi morena;antes de irse al trabajo,hizo las cosas de casa”.

“Me dijo que tenía aceite en el molino; y luego no tenía ni para freír tocino”.

“Los ojos de mi morena, ni son chicos, ni son grandes; que son aceitunas negrasde los olivos gordales”.

“Llevé mi novia a la sierra y la subí a un olivo; y yo que estaba de bajo, lo que vi no te lo digo”.

Nos recreábamos en los comentarios que hacíamos acerca de la manera de vestir de ellas, con ropas viejas y pantalones remendados de sus maridos:

“Aceitunera del pío, pío, con los calzones de tu marío, ¿cuánta aceituna has cogío? Fanega y media,porque ha llovío; muerta de hambre, muerta de frío, aceitunera del  pío, pío”.

Mucho interés mostró en conocer la fiesta que los aceituneros de todos estos pueblos de la comarca solía celebrar el último día de la recolección y que, por la costumbre  andaluza de colocar una “a” protésica –tipo aluego, amoto–,  llamaban “El Arremate”.

Era el “Remate”, el final de la recolección, el final de tantos días de trabajo recogiendo aceitunas y que solía ofrecer el dueño de la finca en la que habían trabajado. En esta fiesta, se comía, se bebía, se bailaba, se cantaban coplas que reflejaban todo el acontecer, todo lo sucedido durante este tiempo a estos hombres y mujeres. Nos reíamos con algunas coplas, pero también lamentábamos las que expresaban sentimientos de pena o de dolor. Pero fundamentalmente, nos recreábamos en las coplas que habían surgido en torno a amores entre aceituneros, a curiosidades y, sobre todo, a los manijeros. 

“Aceite le pido al mar, agua clara a los olivos; que me ha hecho tu querer, que no sé ni lo que digo”.

“El cortijo “El Palomar” tiene la puerta de alambre; todos los que están dentro se están muriendo de hambre”.

“Señor manijeritodé usted de mano; que una hora, ni media, es ná p’al amo”.

“Manijero, manijero, déme usted de mano ya; que somos niñas de novio y nos tenemos que arreglar”.

“Manijero, manijero, manijero de cuadrilla; si no tiene usted tabaco, eche usted de mi cajetilla”.

“Ahí viene el manijero con la libreta en la mano; apuntando al que le debe, borrando al que le ha pagado”.

“Tenemos un manijero, que no nos lo merecemos; nos levanta con el alba y nos acuesta con luceros”.

Disfrutaba comentando  y preguntando detalles de cómo y cuándo se cantaban estas coplas de aceituneros o de faneguería y cómo toda la vida de los aceituneros y aceituneras, cambiaba por completo durante el tiempo de la cosecha. Hasta los niños se divertían con juegos en los que la alusión a las aceitunas, los aceituneros o los aperos y animales de labranza eran muy frecuentes.

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