Si coges la guitarra y te dejas inspirar por países como Chile o aún mejor por las canciones de Victor Jara, respiras libertad por los cuatro costados. No, la voz ya no es misma y las guitarras tampoco. En su interior, ellas guardan la esencia de lo que han sido, de lo que son. La música que sale de la más antigua es la más querida, la que más ha viajado, la que más ha vivido. En este Septiembre, que es diferente a otros, queríamos oír el corrido de Juan sin tierra. Nos atrevimos todos: voz, manos, dedos ágiles, y guitarra.
Hay otros Septiembres, los escritos en los libros que levantan polvaredas de hojas secas y dejan tristes a los amantes silenciosos que descubren la soledad de las montañas que se alzan desde el fondo de los barrancos hasta el cielo teñido de rojos insólitos, diestros, increíbles. Hay Septiembres que añoran las olas, la sal del mar, la bajada de los ríos, la lluvia de los cielos, las nubes gruñonas, los paraguas de Cherburgo, la ausencia de viento, los saltos en los charcos, las botas de agua, el olor de las hojas del arce rojo o del pinsapo alado. Hay Septiembres melancólicos llenos de poesías, de sempiternos defectos, que diría Machado, Neruda diría que a este mes se le caen las hojas y está lleno de cavidades y niebla.
Septiembre, suspiros y miradas de soslayo sobre lienzos que atrapan los coloridos envueltos en trementina y pigmentos anaranjados que ascienden en un caballete ubicado en El jardín de otoño de Van Gogh o en las hojas acuosas de Manet. Hay niños que corren en Septiembre hasta la puerta de los colegios, encantados de reencontrarse con amigos o de cambiar de dirección en un verano demasiado largo. Olor a lápices, a ceras, a gomas de borrar, a baberos a patios de recreo, a lágrimas de pocos años. Sí, esta es la voz diferente, el rumor soleado del mes que habitamos.