martes 23 abril 2024
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Domingo de Pentecostés

La semana pasada celebrábamos la Ascensión y a los cincuenta días de la Pascua celebramos el domingo de Pentecostés. Jesús que había dejado físicamente a los suyos, les prometió la llegada del Espíritu, el cual permanecerá siempre con ellos. Asumida la Resurrección, cuando la Iglesia está comenzando a formarse, el Espíritu Santo pasó a ser el protagonista de la salvación. Él se encarga de recordarnos el mensaje de Jesús; Él nos guía a la hora de interpretarlo de modo que siga siendo actual en el mundo de hoy y de todos los tiempos; Él es el que nos impide anclarnos en el tiempo y no evolucionar en lo que hay que evolucionar; Él nos purifica, nos engrandece y nos fortalece para los duros trabajos del evangelio.

Escuchar la voz del espíritu no siempre es fácil. Se requiere mucha sinceridad ante nosotros mismos y ante la palabra de Dios. Alguna vez puede ser que creamos que nos habla, o que le escuchamos y lo que escuchamos de verdad son nuestros propios complejos, o lo que nos gustaría oír. Por eso, hay que estar en guardia ante aquellos que se dicen iluminados por el Espíritu, y lo hacen con mucha superficialidad y con bastante poca humildad.

Los amigos de Jesús, estaban encerrados en casa de alguno de ellos en Jerusalén. Tenían mucho miedo y es bastante probable que no dieran crédito todavía a los acontecimientos ocurridos durante la Pascua de aquel año. Es lógico que estuvieran asustados. Pero tuvieron la lucidez y la confianza suficiente como para seguir uno de los consejos más importantes de Jesús, que permanecieran juntos, que estuvieran unidos, que no se movieran de Jerusalén, porque sucedería algo que los iba a transformar, y ese algo era la llegada del Espíritu. En su cabeza se amontonarían las palabras del Señor sobre lo que había de pasar, pero a pesar de sus desconfianzas, hicieron caso a Jesús, y esperaron que sucediera lo que les dijo, como así fue.

Las lecturas de la misa de hoy, son una demostración de cómo el entendimiento entre los hombres es posible. El egoísmo, la envidia, el creernos superiores, no sólo nos alejan de Dios sino que nos separan entre nosotros; nuestro lenguaje se hace incomprensible para los demás. El Espíritu de Jesús da a todos el lenguaje del entendimiento porque es el lenguaje del amor. Por eso ahora los hombres se entienden, porque movidos por la acción del Espíritu, superan el desamor y las barreras que les separan. Es decir, cuando uno vive con autenticidad el mensaje de Jesús, cuando siente lo que dice porque lo vive, todo el mundo te entiende y sabe lo que estás diciendo.

Debemos pedir hoy al Espíritu los dones que su llegada representan, esos siete dones tan importantes (sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios): dones que son necesarios para lograr la unidad que supere las divisiones, y aunque seamos diversos ser capaces de trabajar juntos.

El don de la fortaleza que nos ayude a adaptarnos a los nuevos tiempos que vive la Iglesia. Esa adaptación requiere del don de la sabiduría que nos haga que siendo fieles a lo que es el núcleo de nuestra fe, ser capaces de cambiar lo que las nuevas situaciones nos exigen. El don del temor de Dios, temor que no es miedo ni sometimiento sin sentido, sino la aceptación de una realidad que nos marca el camino, camino que mis propias fuerzas se niegan a seguir porque va contra lo que son mis intereses y mis caprichos.

Está claro que el don del Espíritu es el gran regalo de Jesús a los apóstoles y a todos nosotros. Ese espíritu nos sigue acompañando y nos convoca para dar testimonio de Él en el mundo.

Es el espíritu que anima a todos los grupos que trabajan en nuestras parroquias y colegios: en Cáritas, en catequesis, en voluntariados diversos… es él quien nos empuja a venir a las celebraciones, es el que nos anima a no estancarnos, a no permanecer quietos, que nos impulsa a descubrir, a investigar, porque todo ha sido creado por Dios.

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