Un doctor de la Ley pregunta a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? Y Jesús le responde con una parábola que se ha convertido en la espina dorsal del amor al prójimo. En toda parábola hay tres tiempos: el hecho, los que actúan en contra y los que obran conforme a la enseñanza de Jesús.
En esta parábola, el hecho es un hombre asaltado, apaleado y medio muerto; los que actúan en contra, los que pasan de largo, como el sacerdote y levita; y el que obra conforme a lo que Jesús desea, el samaritano, el extranjero. Como buen narrador, Jesús comienza situando la parábola y dibuja el lugar con una pincelada: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó». Y ya está retratado el camino abrupto que desciende desde los 700 metros de altura a bajo el nivel del mar. Y allí, el viajero es asaltado, apaleado y dejado medio muerto a la vera del camino.
En segundo lugar, Jesús retrata al sacerdote y al levita. En Israel el sacerdocio no era voluntario, sino heredado. Tenían que ser descendientes de la tribu de Aarón, y eran los responsables del culto, de la oración y de los sacrificios en el Templo. Los levitas también se ocupaban del culto, aunque sus oficios eran más modestos. Sin duda el sacerdote y el levita conocían el texto del Levítico que dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Pero ambos vieron al hombre medio muerto y pasaron de largo. ¿Por qué? En el mejor de los casos, quizá porque pensaban que aquel hombre estaba muerto y como los dos conocían la ley que dice: «Quien quiera que toque en el campo a un hombre asesinado, un muerto, será impuro siete días». En este caso los dos tendrían una justificación legal para hacer lo que hicieron. Por eso, al obrar así, podían estar actuando conforme a la Ley, pero Jesús está diciendo que lo primero no es la ley, sino la ayuda al prójimo. Que la mejor Ley es acercarse al otro, que esa es la ofrenda más agradable a Dios.
Y en tercer lugar, obrar como enseña Jesús, lo lleva a cabo el samaritano. ¡Un samaritano! Y debió sonar como lo peor en los oídos de los que le escuchaban: para los judíos los samaritanos eran un pueblo despreciable; hasta tal punto que, cuando quisieron ofender a Jesús, lo acusaron de ser un samaritano. Pues bien, un enemigo, alguien a quien los judíos no dirigían ni la palabra, es a quien Jesús pone por modelo y dice que ese fue el que se hizo prójimo del apaleado.
¿Y cómo? Comenzó por acercarse al medio muerto. No puede haber amor, si pudiéndolo no hay proximidad real, física. El amor comienza por ir al encuentro del otro, aunque para ir a su encuentro tenga que abandonar el propio camino.
Jesús dice que el samaritano se acercó, lo vio y le dio lástima. «Le dio lástima», Jesús utiliza una palabra que en la Biblia se aplica a Dios para decirnos cómo es su amor: “misericordioso, entrañable”. Quizá la mejor traducción hubiese sido: “lo vio y se le conmovieron las entrañas”. El samaritano vivió el amor entrañable que Dios siente ante el necesitado y, por eso, hizo suyo el futuro del medio muerto, y lo curó con lo que llevaba, y lo montó en su cabalgadura, y pagó su posada y su cuidado.
Y a continuación, Jesús cambia la pregunta inicial, pues al que le había dicho, «¿y quién es mi prójimo?», Jesús le pregunta: «¿cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
Y el letrado contesta: «El que practicó la misericordia con él». «Pues, anda -le dice Jesús-, y haz tú lo mismo». Anda, porque prójimos hemos de comenzar haciéndonos cada uno. Si no nos hacemos próximos de los demás, aunque vivamos a su lado, no serán nuestros prójimos. La projimidad depende de cada uno.
Pues hagamos nosotros lo mismo, que se nos conmuevan las entrañas porque amamos con el amor misericordioso del Señor.