Me esperaba. Estaba allí. Lo intuí en el silbar agudo que se acercaba. Yo avanzaba decidida hacia mi objetivo preparándome para detener su embestida. Llegó fuerte, huracanado y frío. El viento me vapuleó de lo lindo en el puente de la Esperanza. Se enredó en mi pelo y luego sin pudor alguno, deshizo el nudo del pañuelo con el que hábilmente había rodeado mi cuello.
Sentí en mi garganta el gélido intruso. No me impidió avanzar. En el semáforo rojo decidió seguir haciendo de las suyas y me caló hasta los huesos. Esto cambió el sentido de mi trayectoria. Corrí a refugiarme bajo la atenta mirada de los escaparates una mercería. Ojos abiertos a los encajes, las lanas, o los botones. Intenté reponerme, pero el mal ya estaba hecho. Herida, permanecí casi silenciosa en una esquina del pequeño pero acogedor habitáculo.
Los colores pastel me dieron un poco de la calidez que necesitaba. Compré, hablé con la chica de la tienda y disfruté entre cordones dorados, borlas, pasamanería, lentejuelas, bobinas…Rendijas de polvo estelar y profecía. Colores azul rojo, morado y oro. Rescate. El día abierto me esperaba despiadado. De nuevo en la calle. La gente a mí alrededor se apiñaba en las aceras evitando como yo, el ser descubiertas por ese viento bravío que soslaya una mañana soleada de invierno.
Sin tiempo para enmendar la plana, buscaba con ahínco en el fondo de mi bolso de caminar, la segunda oportunidad de proteger mi garganta. Ah, había cambiado de tercio. Y en el fondo del otro, el que permanecía calentito en casa, estaba esa pañoleta de lana mohair riéndose de mí y de mi osadía de salir sin ella. Cada esquina cantaba locamente la canción del viento marinero. ¿Hacia dónde mis pasos? Yo tenía mi botín en una bolsa de papel pegada al cuerpo. Borlas de oro para el Rescate. ¿Para quién si no? Mudez en mi garganta. A trabajar mis cuerdas vocales me enseño una extraordinaria mujer, menuda como yo, pero grande en su quehacer. Parece que en la calle no pasa nada. Sólo el viento.