Cuando los niños se criaban más cerca de la tierra podía ocurrir que vieran, en vivo y en directo, una de las escenas más espantosas de la lucha por la vida: la de unos pollitos picoteando en la herida de otro de ellos, más débil o pequeño. No sé si sólo en la cabeza u otra zona; pero, una vez señalado, era horrible de ver el ensañamiento unánime. Y, sin embargo, se trataría de un mecanismo natural (es decir, previsto por la naturaleza) para la selección de los más aptos. Una conducta funcional e inocente… dicen.
Semejante espectáculo heriría la sensibilidad de los adolescentes de hoy. Sin embargo, estos mismos pollos y pollitas (se decía antes) posmodernos no dudan en lanzarse sobre el compañero/a más desafortunado o tímido, haciéndole objeto de sus burlas y amargándole la vida en el colegio.
Antes no pasaba de ahí la cosa: de reírnos (mea culpa) de él en el recreo; aún recuerdo aquel muchacho al cual alguien bautizó como “la zorra parda” (por la incongruencia de unas cejas y un pelo que no cuadraban con aquella cara). Hoy, la mala leche no creo que sea muchísimo mayor; pero, eso sí, es más refinada y técnica, no puede pasar sin grabar y “colgar” en la red a la víctima: cuantos más testigos, mejor, debe pensar el verdugo adolescente. Hoy es posible estar expuesto a la vergüenza pública con tan poco control de la situación como al reo de la Inquisición al que paseaban por el pueblo, a lomos de un burro, vestido con el sambenito amarillo.
Hoy, al conocer a la chica condenada por sus compañeras a pena de recreo y a circular por la red, tomo partida por la víctima, la animo a denunciar y le garantizo que una secreta envidia puede estar detrás de todos esos picotazos tan crueles. Ya saben aquello de patito feo.
Lo que no habría previsto el inventor de WhatsApp (que ayer se embolsó diecinueve mil millones) es que una herramienta tan útil para todo tipo de mensajes, en manos de tontos, no debe esperarse que sea de mayor provecho que para el desarrollo de sus pulgares.
